Si alguien se beneficia de los conflictos bélicos son siempre los grupos de poder dominante. En el contexto actual, más que nadie, los fabricantes de armas (que se frotan las manos con cada nueva guerra).
En ese sentido, por supuesto que toda guerra es condenable. De todos modos, con una visión sopesada y crítica de la realidad humana (subjetiva y social), no puede menos que decirse (la experiencia así lo demuestra) que la historia se escribe con sangre. Si el socialismo representa la esperanza de escribir otra historia («saliendo de la prehistoria», como dijera Marx), ese es el desafío que nos convoca.
Lo que sucede entre Rusia y Ucrania (proceso complejo, con una larga y tortuosa historia) evidencia una lucha de poderes a nivel global entre proyectos enfrentados. Siempre en los marcos del capitalismo (Estados Unidos hegemónico arrastrando tras de sí a la Unión Europea), se asiste al choque de ese polo de poder con otro eje igualmente poderoso. Para el caso, contra la potencia militar de Rusia y el gigantesco poderío económico de China.
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La actual Federación Rusa no es la Unión Soviética. Esto significa que el país que emergió en 1991 luego de la desintegración del primer Estado obrero y campesino (la primera experiencia socialista del mundo), ya no representa los intereses de los trabajadores. Es una nación capitalista, con fuerte capitalismo de Estado y con grupos empresariales privados similares a los de cualquier otro país capitalista. Muchos de los antiguos jerarcas de la Nomenklatura pasaron a ser los nuevos capitalistas exitosos (y mafiosos, por cierto). El socialismo, de momento, debe seguir esperando.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos quedó como la principal potencia capitalista. Gracias al Plan Marshall pasó a controlar en buena medida la economía de una Europa destruida. Para evitar la alternativa socialista cercando a la Unión Soviética, creó la OTAN. Europa pasó a ser un rehén nuclear de las dos superpotencias que disputaban la Guerra Fría. El dólar fue la única moneda dominante y, por largas décadas, la clase dirigente expresada por la política de Washington se sintió dueña de buena parte del mundo. Pero últimamente eso está cambiando.
Con la desintegración de la Unión Soviética, el capitalismo occidental, liderado por Estados Unidos, trató de impedir el renacimiento de Rusia, intentando desarmar el anterior proyecto socialista. De todos modos, en medio del unipolarismo que dejó a Washington como única potencia por algunos años, surgieron nuevos elementos: China comenzó a alzarse como potencia económica y Rusia renació militar y políticamente.
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Estados Unidos desde hace años consume más de lo que produce. Su deuda externa es inconmensurable y su poderío se apoya en sus monumentales fuerzas armadas. Pero recientemente la conjunción de China y Rusia como nuevo eje de poder se le enfrenta.
Ante esta pérdida geohegemónica, la Casa Blanca busca contener el avance de estas dos naciones. Para ello militariza en forma ininterrumpida todo el mundo. En Europa, bajo su dirección, la OTAN cerca cada vez más a Rusia. Eso fue lo que hizo responder a Moscú desarrollando una incursión militar en Ucrania («invasión» para algunos, «recuperación» para otros).
Ucrania, ex república soviética, ahora manejada por una ultraderecha neonazi títere de Washington, pasó a representar un peligro para la seguridad rusa. Cuando se habló de la posibilidad de que poseyera armamento nuclear, Moscú respondió con toda la fuerza, atacando militarmente (Ucrania quedó sola, lo que evidencia que fue utilizada arteramente por Estados Unidos). Eso produjo la reacción del capitalismo occidental, acusándose a Rusia de invasora, sancionándola con duras medidas económicas que aún no sabemos qué repercusiones traerán.
Se instituye así un escenario que podría llevar a una guerra mundial. Es remoto, pero no descartable. Todo indica que se abre un nuevo orden internacional, donde Estados Unidos pierde la supremacía absoluta. Para el pobrerío mundial eso no significa un cambio real.
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