La intención de sacarlo estuvo desde aquel sábado 25 de abril. Se abrió la puerta y la gente entró. Inconteniblemente, como un gran llanto guardado desde una infancia huérfana. La gente lloró y lloró en el parque. Como llora un pueblo: cantando. Sucedió aquello para lo cual quizá nos hizo la historia. Nos pusimos las botas. Guatemala fue Oswaldo Ochoa, el Caminante, que se vino a la capital desde Xela. O Brenda y Gaby, quienes aguantaron hambre. O los ixiles que vinieron a levantar las varas frente al palacio.
Pero, la verdad, quien decidió fue toda esa masa sin nombre que trabaja decentemente y espera lo mismo. Esta vez salió a la calle. Porque era preciso llorar en ese momento. Porque, dentro de todo, no somos un pueblo iluso. Conocemos la fuerza de una voz. De una telaraña construida de pura gente. Sabemos que no necesitamos balas. Ni una pinta callejera. Solo un soplo lacerante que electrizó la plaza tantos sábados. Lloviendo. Con sol. Donde se fundieron nuevas parejas. Amistades intrigantes. En ese lugar aplanado y gris Guatemala recuperó la vida.
Trabajó con su propia sombra y refulgió una llama incontrolable como el fuego en medio de un altar. Este ardor se movió a lo largo de los meses. Hubo tardes cuando nos quedamos tan pocos que en verdad la esperanza no latía. Nos decían: ese tipo nunca se va a ir. Ese tipo es un kaibil, y los kaibiles no saben rendirse. Pero un músculo duro dejaba de ir a sus cosas familiares y, después de trabajar hasta el mediodía, allí estaba. A las tres en punto en el parque. O en la corte o en el Congreso. O en la noche cuando salimos al mismo tiempo que Honduras. Se incendió esa sexta con antorchas. Nadie olvidará esa escena.
Pero aun así no se iba el tipo. No se iba, pero la gente se juntaba por las noches, en casas de todos los colores. Hablábamos como si estuviéramos en medio de una revuelta callejera. Porque de hecho lo era. A nuestra manera. Ya no quedaban balas. Nadie las quería. La única posibilidad de hacer algo era mostrando las manos. El tipo no se iba y sonaba la idea de un paro. Los empresarios organizados lo rechazaron. Parecía imposible.
Pero vino agosto. Por fin se lo vinculó como el número uno, como el mero gánster. Como el canalla que siempre fue, escondido detrás de las medallas napoleónicas. Un esqueleto en un palacete. Y llegó el 27. Ese paro convocado por la Asamblea Social y Popular y por la USAC. Nos unimos los grupos urbanos. Se sumaron los mercados cantonales. Después, pequeños negocios. Barberías de barrio. Pizzerías como L’Aperó. Hasta que se unió Saúl, y allí fue donde, quizá por el gusto por la moda, la gente dijo ahora es cuando.
Una avalancha de negocios pequeños y medianos mandó sus comunicados diciendo que no
trabajaban. Lo de McDonald’s fue inédito: alguien creó un comunicado falso, y la dueña aclaró que ellos no cerraban. Pero la gente, ese océano que al final derribó al presidente, le escribió en el muro a Mac que cómo era eso de que para el McDía sí nos pedía de todo, y hoy, el día G, el día que necesitábamos de ustedes, nos respondieran así de secos.
Entonces no tuvo de otra: cerraron Mac y Pollo Campero. Y al final, ya cuando caminábamos a la plaza, escuchamos que la gran cervecería se unía a la gente. El Cacif sacó el comunicado diciendo que no se oponía. Una semana antes había rechazado el paro porque un solo día era demasiado para no trabajar. Nosotros pensábamos en aquellas señoras que dejaron sus almacenes, sus puestos de mercado. Para ellas un día lo era todo. Y así fue.
Ese día la gente entró a la plaza y salió de ella. Dijo que el parque no era de aquellos que gobiernan.
Simbólicamente se demostró que la plaza central es más que los edificios que la rodean. Que ese lugar allí está y que es nuestro. Pero aun así el tipo no se iba. Dijo en cadena nacional que no se iba. Se le siguió el trámite constitucional. Se fue la denuncia al Congreso. Su Congreso. El que había manejado junto con Baldizón. Había poco tiempo, y allí los dioses pusieron en esa comisión a Nineth.
Ella se encerró y dijo que no salía del Salón del Pueblo hasta que la comisión decidiera sacar el dictamen para pedir el retiro de la inmunidad del soldadito Pérez. Durmió allí Nineth, en camas inflables, junto a varios de la sociedad, estudiantes. En una de esas sentías que saltaba Ríos Montt del cuadro y te comía a tiros. Pero no. A los dos días tocaba votar en el Congreso, y los sindicatos del presidente bloquearon la entrada. Llegó la gente. Llego el MCN con rosas blancas para hacer las paces. Eso es lo que digo: fuimos una sola a pesar de ser tan diversa. Se formó una valla para escoltar a los diputados para que uno a uno entraran al hemiciclo.
Llegaron 132. Solo faltaron los que Líder le había ofrecido a Pérez que faltarían. El que votara en contra estaría crucificado. En el tablero iban subiendo los votos: 60, 70… Se necesitaban 105. En eso se estancó. Villate se paró y gritó: «¡Vamos, Líder! ¡A votar!». Subió el tablero, que ya iba por 100. Rebasó los 105. Nadie sabía exactamente lo que esto significaba. Nadie sabía si ya no había marcha atrás. Algunos diputados dijeron que ya se había definido la cosa, pero los votos siguieron subiendo hasta que el tablero llegó a 131. Por unos segundos se estancó.
Le pregunté a alguien: «¿Será Gudy el que falta?». «Es Valentín Gramajo», me dijo. El candidato a vicepresidente por el Patriota. Al final este último votó. Sin inmunidad, al otro día Pérez renunció en la madrugada, como una lagartija. La plaza celebró como nunca celebramos la ida a un Mundial.
Desde entonces estamos haciendo mapas, cronogramas, estrategias, planificaciones. La gente sigue, después de un año, encendida. Sabemos que es ahora cuando podemos construir un país multicultural, tener por fin un Estado moderno, que funcione, salir de la miseria campante para seguir un rumbo compuesto por varias visiones encontradas. Nunca creímos que Pérez iba a salir. Nunca creímos que íbamos a estar acá, buscando redactar el futuro.
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