El tipo al teléfono pidió que lo pusieran en altavoz. “Miren pues, ustedes son trabajadores, nosotros no queremos hacerles daños, ustedes trabajen y nosotros les vamos a dar seguridad, nosotros no somos sus enemigos”. A pesar del tono suave del tipo, la mayoría se negó a volver a sus puestos de trabajo. La dueña del negocio seguía al teléfono: “Es que la otra tiendita la voy a cerrar, no vendo nada”. “A nosotros no nos importa lo que vayás a hacer después. Si la cerrás o no, ese es tu problema”.
Finalmente, lograron acordar una cifra. Le dieron instrucciones para dejar el sobre en otro negocio. El señor que lo recibió, jura que no tiene nada que ver. “A mí también me tienen amenazado: si recibo el sobre, bueno; si no lo recibo, malo. No la vayan a tomar contra mí, es que yo no tengo para pagarles y me obligan a que reciba los sobres”. La dueña del pequeño negocio y el único trabajador que decidió seguir no saben si creerle. Parece un contrasentido, pero la llamada posterior que recibieron para contarles que ya habían recibido el dinero y que podían seguir trabajando, los tranquilizó.
Habían sido semanas difíciles en el sector. Durante tres semanas seguidas, al filo de la medianoche, varios negocios fueron baleados. Tiendas, abarroterías, depósitos, panaderías. De todo tipo. La misma táctica. Ruidos de carros y motos. En total tranquilidad, nunca se oyeron rechinidos de carros o cualquier cosa que indicara que llevaran prisa. La mecánica era la misma. Vueltas al sector, estacionar frente al negocio elegido a cuchichear. Quemar una “ametralladora de cuetes”. Disparos, puertas de carros cerrándose. Motores alejándose lentamente. Silencio. Al amanecer, notas debajo de las persianas, cascabillos de diverso calibre dispersos por el frente. Y las llamadas.
Mientras tanto, a un par de kilómetros, en un hotel, varias cuadras a la redonda están cerradas y cientos de agentes de seguridad prestan sus ojos por sobre todo aquello que se mueva. Solo los acreditados pueden pasar tal umbral. Han venido presidentes, diplomáticos, técnicos y burócratas a hablar sobre seguridad. Discuten los temas, o más bien, cada participante lee su discurso: Que si las armas, que si el consumo, que si hay que cobrar más impuestos, que los que tienen la culpa son aquellos, que no, que también necesitamos que nos colaboren… Y el enjambre de periodistas que redacta sus notas. Al caer la noche, pues aprestarse a brindar y degustar de las viandas que el presupuesto y el viaje a estas tierras violentas incluye. Y dónde más, por supuesto que en el Palacio rodeado de otro tanto de agentes de seguridad.
Pero ningún punto de vista sobre lo esencial. Ninguna palabra sobre lo primario. El meollo del tema central de la cumbre y que ha provocado tal despliegue de seguridad y mediático radica en la ilegalidad de las drogas. El resto de aristas a entender de tal ecuación deberían ser más simples. Es evidente que tampoco es un problema que, de seguir la ruta de la legalización, pueda resolverse de un día para otro. Mientras sea ilegal, podrán hacer estas cumbres y negociar ayuda internacional en busca de fortalecer a las fuerzas armadas, o lo que es lo mismo, para comprar armamento. Mientras sea ilegal, el narcotráfico será igual a dinero. Y todos quieren dinero.
El narcotráfico y los problemas de seguridad que provoca son espectaculares. Venden. Ya las extorsiones a las tiendas de barrio lo hicieron hace años. Se escribieron reportajes. Se hicieron requisas carcelarias, se negociaron antenas bloqueadoras que, tal parece, no sirven de nada. Ahora son parte de la rutina, como el asesinato de pilotos o robos en motocicleta. Aún sigue pendiente de resolver lo esencial: impunidad. Sobre esto debería ser las cumbres y los acuerdos y las acciones. Algunos pasos se han dado en esa dirección, pero debería ser el enfoque más importante de todos los sectores de la sociedad.
Como todos los días, una patrulla hace su ronda de rutina. Se estaciona justo frente al último negocio baleado. Eso, a los que recién regresan de dejar el sobre, los inquieta. Puede que el tipo del teléfono piense que ya le avisaron a la policía y se moleste. A pesar de las evidentes huellas en las persianas y las paredes de los negocios en el sector, los policías no se han acercado a indagar. Solo llegan, se estacionan, se van y vuelven a regresar. Patrullaje que le llaman. Los negociantes preferirían que mejor dejaran de hacerlo. De todos modos, el tipo del teléfono les ofreció seguridad. Que podían trabajar tranquilamente. Tal vez la forma de hacer efectivo tal ofrecimiento sea ese.
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