Era padre de un niño y una niña. Su paso por este plano fue realmente rápido y me atrevo a decir que vivió intensamente.
Pablo era amante de la música. En varias fotos que aparecieron estos últimos días se le veía con una sonrisa enorme, ejecutando timbales en algún no tan lejano 14 de septiembre, en el parque de Xela, era uno más de esos muchachos que andan por ahí descubriendo lo bueno y malo de la vida. Pablo estudiaba por las noches y durante el día repartía agua pura en una motocicleta de la empresa en la que trabajaba. Lo recuerdo jugando Wii junto a mi hijo y esa imagen de él es la que quiero conservar. Era un niño que acompañaba a su mamá al trabajo y en la batería a su papá en el grupo musical de la iglesia.
Nos hemos acostumbrado tanto a las malas noticias y al espectáculo del horror que, todos los días mientras escroleamos mecánicamente las redes sociales, estas aparecen y se vuelven algo más en la saturación de información a la que ahora nos enfrentamos. Nos parecen tan normales las muertes trágicas: todos los días en Guatemala mueren muchas personas en accidentes que pocas veces se resuelven a favor de las víctimas, las vidas se convierten en números de estadísticas que se pierden en informes que no sirven de mucho. Pocas veces se conocen las secuelas: familias desgarradas por el dolor, deudas por pagar y los traumas psicológicos que quedan después de algo tan terrible. Nadie quiere encontrar dentro de esas noticias el rostro de alguien cercano, pero la vida es incierta y cuando sucede algo así, todo cobra otro significado.
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Pablo es una víctima más de este sistema voraz que deja sin oportunidades a muchas y a muchos. Si se trata de buscar responsabilidades, yo se las atribuyo a la desigualdad, que se enraíza hasta en lo más profundo de las dinámicas familiares al grado de normalizarlo. Pocas veces reflexionamos sobre eso. Pablo debió tener mejores oportunidades, una educación digna, pero su vida fue arrancada de golpe y ahora sólo queda su vacío, el que sólo su familia más cercana sentirá realmente.
Trato de entender el dolor de la madre y el padre de Pablo. Perder un hijo o una hija es una de las peores experiencias que alguien pueda atravesar. También pienso en las miles de personas que en Guatemala experimentan a diario pérdidas irreparables, las familias que han buscado por años a sus seres queridas y queridos en condición de desaparecidos, en las hijas e hijos en orfandad y dejados a su propia suerte, en las niñas del hogar seguro y el gran vacío que dejaron, la eterna tragedia que nos acompaña en este país de injusticias y hasta que nos atraviesa se dimensiona, la fragilidad de la vida.
El cuerpo de Pablo fue devuelto al corazón de la tierra el pasado ocho de marzo, María Zambrano en Los procesos de lo divino menciona que toda muerte va seguida de una lenta resurrección y eso creo que es lo que sucederá, luego del dolor vendrá la calma, la memoria de Pablo se conservará en sus pequeños hijos y en el trabajo y la dinámica diaria de su madre, su padre y hermanas por la subsistencia y la búsqueda de mejores oportunidades. Creo que Pablo no murió sino decidió ir en busca de la estrella, tal y como lo que significa su apellido en náhuatl , su corazón ahora es una enorme semilla de la que brotará un árbol frondoso.
Dedico estas breves líneas a Pablo Erick Citalán Maldonado, mi primo.
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