Pecando de prejuicioso me atrevería a decir que es morena. Los ojos negros bien abiertos, brillan, lanzan miradas cual cuchillazos que obligan a desviar la mirada a quienes intentamos verlo. Por un momento también bajo la vista, pero puede más el morbo y la adrenalina de tener a unos cuantos pasos a estos personajes abandonados y sentenciados desde antes de nacer.
El ulular de las sirenas en plena hora pico se suma a los gritos de los ayudantes de buses, al rugir de los motores y a los bocinazos de conductores ansiosos. Seguramente lo llevan a los tribunales para que se le siga el debido proceso, ese que para muchos no debiera existir. No para tipos como este, la mismísima encarnación del mal. Eso dicen, eso escriben, eso piensan. Eso es lo que seguramente comentan a la hora de la cena mientras transcurre el noticiero de las nueve. -Mijito, pasame la sal-
Viaja solo en esa jaula desde donde nos mira inquietamente. A veces pasan estos mismos vehículos, un tanto más grandes y por los barrotes solo se ven dedos. Como cuando uno aprende a nadar sujetado de la orilla, pataleando con temor y fuerza, esperando el momento para soltarse y no hundirse. A veces solo es una patrulla con un tipo, que podría ir a alguna oficina, con las manos engrilletadas, sentado en la palangana de un picop policial. A veces también son mujeres que van maquilladas.
Lo veo mientras apuro mi desayuno en un comedor. Sin ventanas, probablemente por eso tiene unas pinturas en las paredes laterales. Un lago, un volcán envuelto en bruma y un engramillado en primer plano. Un paisaje en toda regla. Y del otro lado, una variación del mismo cuadro. Seguramente pintado por algún obrero de esos que llamamos de brocha gorda. Pero que ganas no le faltarán para dedicarse a intentar otros paisajes. La única entrada está el frente bajo una persiana metálica. Al lado derecho una cobanera tortea. Sus pies morenos contrastan llamativamente con sus sandalias color turquesa brillante. Siempre es una cobanera, aunque nunca la misma mujer. A veces más joven, a veces menos triste. Siempre pensativas, siempre con la mirada en su comal encalado.
Me gusta sentarme y ver a la calle. Gente que pasa, rumiando sus pasos. Gente que va sentada en los buses, cabeceando sus sueños. Otros que, apretujados, se sostienen de lo que sea. De un trabajo, de una ilusión, de un suspiro. De un amor probablemente. Mientras tanto, la realidad viaja en vagones policíacos, atrapado entre barrotes, escondido entre ríos de tinta china. Una realidad que grita desesperadamente detrás de un tatuaje. Que busca infundir miedo. Tal vez por eso las conversaciones a la hora de la cena. Tal vez por eso es que todos queremos sangre, la necesitamos cual sacrificio tribal. Nuestro sello de autenticidad. Tiene razón Dante Liano: "El miedo, en nuestro país, es uno de los cinco elementos naturales: tierra, agua, fuego, aire y miedo."
Termino mi desayuno y enfilo por la avenida. El tráfico empieza a fluir un poco más rápido, pero no lo suficiente para ganarle a mi bicicleta. Veo un camión de color amarillo con una franja verde. Lleva la puerta trasera abierta. Un chico va recostado entre bolsas que me parecen negruzcas. No sé cómo llamarle al color que le queda a esas piezas plásticas después de acarrear infinitas cargas de desechos hogareños. Ahí va el chico, con una playera sin mangas.
Paso de cerca y le veo tatuajes en los brazos. Estas cosas suelen tener percepciones distintas. En la tele y en las revistas, son percibidas como algo fashion. Pero no uno en los brazos de un chico recostado entre la basura y mucho menos si un rostro atintado nos observa detrás de unos barrotes. Rebaso al camión. En la parte delantera, junto al piloto viajan tres chicos más. Mal pensado que es uno y/o prejuicioso, pero imagino las razones del viaje entre la basura del chico de los tatuajes y no en la parte delantera junto al conductor del camión.
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