Somos seres carro, de los que una lluvia profunda de diez minutos te adentra en la siniestra sabana monótona de sirenas, motos e insultos, lo que hace que el regreso a tu casa sea la travesía por cuarenta años en el desierto de la soledad lejana del estupor noticioso que te avisa que hay una «fuerte afluencia vehicular», mientras maldices una vez más al intendente de tráfico, que tanto daño ha causado a nuestro idioma y del cual felices loros locutores repiten en estaciones cuyo dueño esconde a su esposa y a su cuñado en paraísos centroamericanos orgullosos de sus canciones protesta, gobernados por un señor y una señora casi tan malos como Maduro, pero no, no es Venezuela.
Somos pobres hedonistas alentados por la promesa de la diversión en paraísos del placer que trae el sonido de la impresión del voucher, cada vez más pequeño, cada vez más etéreo, pequeñas pistas perdidas de las obligaciones postergadas hasta el final del mes. Plástico canalla, nunca pudiste ser dominado. Nos amenazaron, nos coaccionaron, nos extorsionaron y doblamos la rodilla. El imperio sin contrincante se impuso, las regulaciones cayeron y nos quedamos celebrando «un día sin efectivo», pero también el día de la victoria de los servicios financieros. Clasemedieros conocedores de su número de DPI y también del número de su tarjeta bendita.
Somos seres futbol, tertulianos sabedores de alineaciones y canteras europeas, de euros y petrodólares, de camisetas piratas y originales que utilizamos cada día de partido delirando por una ciudad lejana gobernada por príncipes cataríes o emprendedores chinos que nos hacen gritar con fuerza «gol, gol, gol». Gol triste, opiáceo. Gol distractor.
Somos seres agresión, bravucones con olor a santidad, que desafiantes te tiran la moto, el carro, la botella, una patada o un bala, la que perdida mata a una niña de dos años mientras jugaba con su perro enfrente de la casa y su mamá compraba tortillas para el cocido que le había hecho ese día, su favorito.
Somos seres secta, perfectos soldados de ejércitos que no comprendemos, en guerras por las supremacías de las marcas, y se nos va la vida en ello. Sí, con absoluta convicción tomamos las campañas publicitarias y creemos en que Guatemala es una foto postal y es nuestra. Las marcas oligarcas una y otra vez nos hacen creer que guatemala es nuestra, y no, no lo es. Guatemala es del capital y de los que la defienden de los embates judiciales. Muchos de nosotros, clasemedieros, vamos a esa batalla a defender este sistema o miramos para otro lado, como los alemanes en el holocausto gitano (o judío), patéticos seres con síndrome de Estocolmo que hace que amemos a nuestros secuestradores.
Somos seres tristes, sentados a la orilla de nuestro país cárcel sin hacer nada para escapar, como Steve McQueen en aquella película.
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