La semana pasada vimos un comentario del cabildero profesional Nicholas Virzi en el cual aseguraba que «reconocer a Jerusalén como lo que es […] es una excelente decisión de política exterior». ¿Y qué es, pues, Jerusalén? Verán, Jerusalén es, esencialmente, una ciudad bajo litigio político permanente: capital, insignia y espacio sagrado histórico para dos naciones cuyos Gobiernos no parecen estar dispuestos a resolver sus diferencias. Hablo, desde luego, de Palestina e Israel. Eso es Yerushalaím (en hebreo) o Al-Quds (en árabe), la ciudad en disputa par excellence, y no —como declara Virzi de forma simplona, interesada e inexperta— «la capital de Israel» a secas. No se vale hablar de Jerusalén sin matices.
Ninguna otra ciudad del mundo simboliza tanto. Acercarse a ella demanda sensibilidad, ecuanimidad y sofisticación diplomática, todo lo que el gobierno de Jimmy Morales ha demostrado no tener. Con el improvisado traslado de nuestra embajada a Jerusalén, el Organismo Ejecutivo se pasó por las cachas toda una historia de sangre y dolor en una medida canalla y amateur que será recordada con ignominia por la comunidad liberal internacional. Es obvio que Jimmy Morales y sus asesores pretenden instrumentalizar el conflicto en Medio Oriente sin entender nada del asunto, en un evidente, cobarde y desesperado intento por reclutar el apoyo de Donald Trump para su particular guerra en contra de Iván Velásquez y la Cicig.
Pero no nos apresuremos. Vayamos paso por paso.
Palestina —que viene del griego filistieím—, al sur del Levante, fue por cientos de años un territorio reconocido por los grandes reinos de turno, y sus residentes nativos eran llamados palestinos o filistinoí desde unos mil años antes de nuestra era. Los griegos, los egipcios, los romanos y los otomanos —todos por igual— los reconocían como tales. Los nombres Israel y Judea dejaron de ser utilizados comúnmente desde 700 años antes de la leyenda de Jesucristo, ya que los hebreos judíos habían renunciado a todo territorio en el Levante mediterráneo. Después, a mediados del siglo XIX, Palestina era ya una nación civilizada, moderna y amigable, con amplias carreteras, educación, comercio y relaciones internacionales, bajo la tutela del imperio otomano. Por siglos, árabes —la gran mayoría— y hebreos habían coexistido en paz en Oriente Medio, sin discordancias fundamentales.
No, el conflicto entre judíos y palestinos no es histórico o inherente a Canaán, sino que es de origen relativamente reciente y creado artificialmente por los ideólogos del regreso a Sion.
Hablemos del sionismo
Hacia finales del siglo XIX surgió en Occidente un movimiento que buscaba reunir a la diáspora judía en un solo lugar que pudiera proclamar como suyo, su patria nacional judía y después su Estado judío o, en el peor de los casos, su tierra prometida por Dios. En pocas palabras, imaginaron una épica muy atractiva de regresar a su tierra. De volver a su Sion. Todo esto —ojo— antes de que Hitler hiciera de las suyas. Sin embargo, desde ese entonces el movimiento sionista era ya planeado por las élites europeas judías, quienes veían lógico instituir una gran patria al sur del Levante, pues la tradición bíblica contaba que era allí en donde alguna vez habían existido los reinos hermanos Judea e Israel.
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Resultaba el plan muy desconectado de la realidad concreta y de difícil realización. Poco les importó que para lograr su cometido debían desplazar de manera ilegal e inmoral a cientos de miles de familias palestinas que residieron por siglos en esos territorios. De allí viene la supuesta tierra sagrada: del terror, de la mentira y del robo. Mientras el Estado moderno de Israel apela a una reclamación bíblica identitaria, el de Palestina se sostiene sobre un argumento de ocupación factual, legítima, apacible y continuada por cientos de años. El antisemitismo imperante en el viejo continente, aunque real, fue —y sigue siendo— un pretexto retórico para tratar a los palestinos con infinita arbitrariedad. El caso es que, una vez justificado el éxodo palestino —Nakba— a nivel narrativo, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, los sionistas lo ejecutaron sin piedad, forzando a Palestina a pagar por los crímenes nazis.
También recordemos por un momento que, con el movimiento sionista ya de facto bien en marcha, la británica Declaración de Balfour (1917) lo oficializó de iure. Sin representación palestina alguna, el imperio británico de principios del siglo XX regaló las localidades del mandato británico de Palestina a la comunidad judía de Gran Bretaña, encabezada por el barón Lionel Walter Rothschild, de la casa banquera más poderosa del mundo, para hacerse con un hogar judío lejos de la Europa antisemita. Y no fue sino hasta 1947 y 48 cuando la recién creada Organización de las Naciones Unidas, forzada por los desmanes del imperio británico en Oriente Medio, institucionalizó el moderno Estado de Israel sobre territorios de la Palestina histórica.
Naturalmente, en términos siempre muy favorables a la pequeñísima minoría sionista, frente a las grandes mayorías nativas palestinas.
Pero, no contentos con compartir territorio, los sionistas empezaron inmediatamente una estrategia de colonización, desplazamiento, maltrato, segregación y limpieza étnica que persiste hasta nuestros días. En el camino le dieron la vuelta al cuento: los palestinos son ahora terroristas (otra invención occidental muy conveniente), y las autoridades israelíes solo desean vivir en una democracia pacífica. Vaya, vos. Esta es toda una exquisita mentira manufacturada por la maquinaria mediática más poderosa de la historia, a la cual nuestro Gobierno se ha adherido con un entreguismo propio de los perros falderos. Mucho de lo que se dice de las guerras árabe-israelíes desde el advenimiento del sionismo está tan tergiversado que ya no tiene casi nada de verdad.
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Así las cosas, la calidad de vida de los palestinos de la región ha ido empeorando de manera creciente hasta llegar a sufrir una total ocupación impune, de 1967 a la fecha (por una imprudencia de Egipto, dicho sea de paso, que sirvió como nuevo pretexto para que el sionismo terminase de saquear la cultura, la tierra y la vida de los palestinos), con la complicidad de los poderes occidentales y de sus instituciones económicas.
Los palestinos son, de hecho, esclavos legales en pleno siglo XXI, y Jimmy Morales parece estar muy feliz operando uno de los látigos verdugos. Infamia. Alguna vez dijo Nelson Mandela que era imposible mantenerse pasivo y en silencio ante la obscenidad del sistema de apartheid sudafricano.
¿Qué hizo que en Sudáfrica tomáramos una postura y en Palestina otra?
Hoy en día Israel recibe más ayuda económica externa que todos los demás países combinados y la canaliza con violencia antipalestina con el visto bueno de quienes se llenan la boca de luchas contra la corrupción y la impunidad o del «amor de Dios». Hipócritas.
Tecleo estas líneas en inequívoca solidaridad con el pueblo de Palestina y en total apoyo a su derecho de autodeterminación, como también lo tienen los israelíes. Estoy seguro de que igualmente piensa y siente la mayoría de los judíos del mundo, quienes no se sienten representados por las máximas autoridades de Israel.
Por una Palestina libre de opresión. Amén.
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