Guatemala es un palimpsesto: es una nación joven construida sobre un territorio y una herencia muy antigua. Así lo señalaba Miguel Ángel Asturias. Escarbando la ciudad moderna se encuentran los artefactos de la urbe prehispánica que ocupó el mismo sitio. La sociedad también es así de alguna manera.
Me contaba un amigo que trabajó en extensión agrícola cómo uno de los retos principales de su trabajo con comunidades rurales es descubrir la jerarquía social oculta, que muchas veces es completamente distinta de la autoridad formal. Porque, cuando hablas con quien debes, todo se vuelve muy fácil. Sin embargo, cuando no lo haces, la gente te dirá con su boca que sí, pero ejecutará con sus manos algo completamente distinto. Tampoco es muy diferente en áreas urbanas.
Abundan los ejemplos. Esa realidad híbrida, esa interpretación no literal, está por todas partes en Guatemala. Es el alma de la tierra —apropiándome del eslogan desarrollado por el buró de turismo—. Quien viene de fuera y logra verla queda enamorado del país. Por el contrario, quien pretende hacer una lectura muy fiel de las cosas se puede volver loco aquí. Y hay casos de expats que paran deambulando en las calles —mirando al cielo y hablando en solitario— e implorando el entendimiento de lo que les rodea, que tan solo parece caos y estulticia en su máxima expresión.
Quizá ese espíritu mestizo habite incluso los lugares que no debería. Por ejemplo, las leyes. En este campo hay muchos acuerdos que son, en realidad, poemas y procesos de autorización que hacen las veces de prohibición. Lo que no hay en ninguna parte, sin embargo, es la guía que indica cuál es cuál, carencia que ha hecho a más de alguno ir a parar a la cárcel en este reino de la ambigüedad.
Son tiempos complicados en Guatemala. Desde el año 2015 viene dándose —oficialmente— un proceso muy amplio de depuración del Estado y combate de la corrupción. Este proceso cuenta —supuestamente— con el respaldo decidido y abrumador de Estados Unidos, país que querría limpiar su patio trasero y evitar así más migración hacia su territorio.
Pero, como no podía ser de otra manera, todo este proceso se ha vuelto también muy chapín y, como tal, bastante impenetrable para el neófito que lee su primer briefing o su primera nota periodística sobre el tema, lo cual es una lástima porque lo que sí queda claro es que muchas decisiones importantes se han tomado por quienes caen en esta categoría, comenzando por la cobertura internacional.
Que este proceso exige más es evidente por la cantidad de paradojas que florecen con apenas una segunda lectura del tema y que demandan explicación:
- Un presidente que gana abrumadoramente las elecciones, pero luego no tiene ningún poder para gobernar.
- Una de las mayores depuraciones de la clase política jamás vistas en cualquier país del mundo, pero una incapacidad casi total para mejorar la gestión pública o variar las prácticas enraizadas en el Estado.
- Un cambio de gobierno en Estados Unidos que amenaza los más antiguos pactos trasatlánticos en los que se sustenta la estabilidad global, pero que es incapaz de mover un ápice la política de su antecesor hacia Centroamérica.
- La elección de un outsider con una de las campañas electorales más austeras de la historia del país, pero con una acusación posterior de recibir financiamiento electoral ilícito de parte de actores muy insiders.
- Una comisión anticorrupción que tiene todos los recursos económicos, la popularidad interna y el respaldo internacional a los que pudiera aspirar, pero que requiere constantemente pronunciamientos unánimes a su favor de parte de las élites del país.
Todas estas contradicciones son tan exquisitamente chapinas. Tan híbridas y tan mestizas. Tan conducentes a indagar tan solo un poco más sobre el palimpsesto y a toparse con que algo tan del siglo XXI como el combate de la corrupción ha sido superpuesto, en este caso, a algo tan del siglo XX como nuestro muy sangriento y muy traicionero conflicto armado.
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