¿Para dónde va el mundo? 18 reflexiones agónicas
¿Para dónde va el mundo? 18 reflexiones agónicas
Se ha dicho que estamos en un punto donde es más fácil que termine la humanidad –por el calentamiento global o por la guerra atómica ¿o porque la inteligencia artificial tomaría el poder acabando con la dañina especie humana?— a que termine el sistema capitalista.
«Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera» (Pablo Neruda)
«Quienes seguimos teniendo esperanzas, no somos estúpidos» (Xabier Gorostiaga)
La situación del mundo actual no se ve promisoria. Para las grandes mayorías populares, el panorama se pinta sombrío. Quizá para las pequeñas élites que manejan la marcha de la humanidad, la cosa pueda verse más esperanzada.
El socialismo como salida a las históricas penurias, de momento parece que debe seguir esperando. El capitalismo actual, cada vez más depredador y belicista, no da miras de detenerse, y por el contrario, se blinda más y más. Hoy los problemas globales se acumulan —explotación inmisericorde, miseria, ecocidio, diferencias insultantes entre Norte y Sur globales, posibilidad de guerra nuclear— y no se ven respuestas ni soluciones inmediatas. Vistas así las cosas, parecieran desaparecer las esperanzas. Pero no todo está perdido. Del estudio de la historia, de una visión crítica de lo que somos como especie y del actual modelo dominante del mundo, podrán salirse las propuestas que marquen la luz al final del túnel.
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Desde que la humanidad salió de su estadio primigenio de cazadora y recolectora, al haber un excedente social en la producción, se generaron las tensiones que llamamos luchas de clases: unos pocos son propietarios y las grandes mayorías trabajan para beneficio de esos pequeños grupos.
Así, desde la aparición de la agricultura, y posteriormente la ganadería, cuando los pueblos se volvieron sedentarios —no más allá de 8,000 años atrás—, la historia de los seres humanos está marcada por esas luchas sangrientas en torno a la apropiación de ese plus-producto.
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Las diversas modalidades que tomaron esas luchas fueron marcando la historia, siempre con enfrentamientos sangrientos, con represiones de la clase dominante sobre la gran masa de explotados. Por qué pequeños, pequeñísimos grupos tomaron la supremacía sobre grandes colectivos es un interrogante muy difícil —quizá imposible— de resolver.
Lo cierto es que la marcha de los acontecimientos en el mundo, en todas sus latitudes, nos muestra siempre esa confrontación: amos explotadores versus mayorías explotadas (modo de producción despótico-tributario o asiático, esclavismo, feudalismo, capitalismo, muchas veces coexistiendo coetáneamente más de alguno de ellos en una misma formación económico-social). Hasta ahora, es la historia de la humanidad: amos y esclavos. ¿Podrá cambiar?
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Afirmar categóricamente que los seres humanos presentan una tendencia natural al ejercicio del poder de unos sobre otros —darwinismo social— es, como mínimo, indemostrable. La historia de estos últimos milenios, o lo que puede observarse hoy día —por ejemplo, la forma tan repulsivamente insolidaria en que se repartieron las vacunas contra el coronavirus, guardándose el Norte la casi totalidad en detrimento del Sur— podría servir para sacar esa conclusión (quizá apresurada).
No debe olvidarse que la especie humana tiene dos millones y medio de años de antigüedad conviviendo en una suerte de comunismo primitivo, tal como puede verse hoy en los pocos grupos pre-agrarios que existen en algunas selvas tropicales, sin diferencias de clases sociales (sin amos y esclavos).
Lo más importante en esta consideración es no olvidar que en el seno del capitalismo surgieron formulaciones para ir más allá de la cultura individualista-hedonista centrada en el ejercicio de poder —un rico vale más que un pobre, un blanco que un negro—, fomentando una nueva ética: la ética socialista de la solidaridad. Cuba socialista repartió de otro modo, distinto a las grandes potencias norteñas, la vacuna anticovid que pudo fabricar, único país del Tercer Mundo en alcanzar ese logro.
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El capitalismo es el modo de producción más reciente en la historia, surgido en Europa algo antes del Renacimiento (Liga de Hansen, siglos XIII y XIV), hoy expandido globalmente. Sus ya alrededor de siete siglos le permiten una acumulación de riquezas fabulosa, como nunca antes se había dado en la historia.
El desarrollo de la ciencia y la tecnología que alcanzó le permitieron un alcance mundial desconocido anteriormente, incluso saliendo ya del planeta. Como modo de producción, sin dudas alteró en profundidad las relaciones de todo el orbe, globalizando su estructura, transformando absolutamente todo lo humano en mercancías destinadas al mercado.
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Ayudó a superar ancestrales problemas de la humanidad, pero no terminó en absoluto con las diferencias económico-sociales. Por el contrario, les dio una vuelta de tuerca. Hoy día los amos no utilizan látigos ni sacrificios humanos, pero siguen siendo tan despiadados como otrora, o quizá más, dado el grado de refinamiento que permitió el desarrollo de las fuerzas productivas.
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Como todo modo de producción basado en la propiedad privada de los medios productivos, reprimió con violencia cualquier intento de transformación de su estructura. De todos modos, desde los albores de la revolución industrial, ya en el siglo XVIII, comenzaron a aparecer propuestas anticapitalistas, vislumbrando un mundo donde la abundancia permitida por la industria moderna sirviera para crear un comunismo ya no primitivo, sino muy elaborado, basado en la consigna de «De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad».
Así, a lo largo del siglo XX, aparecieron las primeras revoluciones socialistas, que se instalaron con fuerza comenzando a edificar una nueva sociedad, basada en la igualdad.
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Esas primeras experiencias socialistas crearon realidades superadoras de la histórica explotación de las sociedades clasistas. En todas ellas (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Norcorea, Nicaragua), asumiendo que hubo errores que deben ser corregidos, «lacras» humanas que perviven (patriarcado, racismo, egoísmo, autoritarismo y burocratización, juegos de poder, verticalismo), las condiciones de las grandes mayorías se modificaron positivamente en forma exponencial: nadie pasó hambre, todo el mundo tuvo acceso a salud, educación, vivienda, infraestructura básica, transporte público, seguridad social, arte y cultura de calidad, todos servicios gratuitos de acceso universal, y se dispararon los avances científico-tecnológicos en forma fabulosa. Algo pasó, sin embargo, que después de décadas, el socialismo no siguió avanzando.
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Quedarse con la ideologizada idea que los proyectos socialistas «fracasaron» es, cuanto menos, incorrecto, por no decir miope, o muy peligroso. Si las poblaciones tuvieron todo lo que el capitalismo niega al 85% de la humanidad, es incongruente ver un fracaso en el socialismo.
De todos modos, la reversión sufrida en la Unión Soviética, el paso a mecanismos de mercado en China y la solitaria orfandad de otras experiencias que las obligaron a sobrevivencias magras (por ejemplo Cuba), abre obligadamente la necesidad de revisar las causas de esos procesos.
Para el discurso capitalista, eso es la palmaria demostración de la inviabilidad del socialismo; para una visión de izquierda, es un llamado a revisar postulados básicos, para entender la complejidad de esas realidades, donde la principal causa es, sin espacio para la duda y articulándola con otras no menos importantes, el inmisericorde y sistemático ataque sufrido.
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Hoy día el sistema capitalista se muestra «ganador». El ideario socialista lentamente fue saliendo de las agendas —o lo fueron sacando a golpe de sangrienta represión—. Con pérfidos intereses, la derecha intenta mostrarlo como una rémora superada, presentando al capitalismo como única vía posible.
Y si la República Popular China, según ese interesado discurso, hoy descuella como superpotencia, ello se debe a «haber abrazado mecanismos de mercado». Hay allí una ignominiosa mentira: el maoísmo sentó las bases para ese espectacular salto que propuso Deng Xiaoping, sin abandonar los principios socialistas.
El capitalismo, pese a la fabulosa riqueza acumulada, no puede ofrecer bienestar más que a un 15% de la población mundial (Norte próspero y escasos bolsones en el Sur global). La inmensa mayoría planetaria pasa penurias indecibles: sobra comida pero sigue el hambre, enfermedades que se podrían controlar perfectamente continúan siendo endémicas por los intereses corporativos de las grandes farmacéuticas, una de las pocas «salidas» de las desesperadas masas populares del Tercer Mundo es marchar como migrantes irregulares hacia las supuestas islas de esplendor del Norte, donde son vilmente explotadas o rechazadas, muy buena parte de la más alta inteligencia humana está dedicada a la producción de armamentos –principal actividad económica del mundo: 70,000 dólares por segundo—.
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Junto a ello, el modo de producción y consumo que impuso –todo es mercadería para vender— ha ocasionado un monumental desastre ecológico (¡no hay «cambio climático», como si ello fuese una transformación natural del planeta, una transformación geológica!, ¡hay desastre ocasionado por la obsolescencia programada, por el consumismo voraz!), donde está en entredicho la posibilidad de continuar la vida en estas condiciones.
Si el capitalismo se exhibe como «ganador» sobre el socialismo, hay que preguntar críticamente dónde está ese «éxito»: 20,000 personas mueren a diario por falta de alimentos, se busca agua en Marte pero no para hacérsela llegar al 26% de la población terrestre que no tiene acceso a agua potable, y en un mundo donde ya pasan a ser casi imprescindibles postgrados universitarios y manejo de varios idiomas para conseguir «buenos» trabajos, 15% de los habitantes son abiertamente analfabetas (dos tercios de eso son mujeres, más un 60% de analfabetas funcionales). El socialismo, aún con todos sus problemas, superó esos atávicos lastres.
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Lo cierto es que las propuestas de transformación revolucionaria de la sociedad, surgidas ya a mediados del siglo XIX –lo que llamamos «izquierdas»—, y que dieron sus primeros frutos en la primera mitad del XX, hoy se muestran débiles, sin mayor impacto en la población, condenadas a un cierto desprestigio que las margina, con una propaganda capitalista tan bien montada –con tecnologías de manejo social a la más alta escuela— que hablar de socialismo hoy parece retrógrado.
Los trabajadores fueron convertidos –nominalmente, claro— en «colaboradores», los movimientos sindicales, en general se redujeron a raquíticas burocracias pro-patronales, y otros fermentos de cambio social (lucha contra el patriarcado, contra el racismo, contra la catástrofe ecológica, reivindicación de territorios ancestrales de pueblos originarios contra las industrias extractivistas, luchas contra todo tipo de discriminación por preferencias sexuales) se mueven en soledad, sin articularse en un frente común que permita colapsar al sistema capitalista como un todo.
En el medio de ese paisaje –bastante desolador, por cierto— aparece la «cooperación internacional» que el Norte próspero brinda al Sur famélico, no siendo ese mecanismo sino una forma más de artero control social («Estrategias contrainsurgentes no armadas», las caracterizaba la CIA años atrás). El papel de los Estados –empobrecidos— es reemplazado por la caridad, por mecenazgos de magnates «bienintencionados», por «ayudas» que, lo único que logran, es fomentar la cultura de la beneficencia.
Para rematar el grado de control social, los capitales han sabido implementar sádicos mecanismos de manipulación de masas como las nuevas religiones fundamentalistas, que mantienen adormecidas a las poblaciones; tal es el caso de los grupos neopentecostales en América Latina o el fundamentalismo islámico en Medio Oriente y Asia Central, todas repulsivas herramientas de adormecimiento masivo, tanto como los deportes profesionalizados (el futbol ante todo) o las drogas ilegales.
Ante todo ello, las izquierdas, en cualquiera de sus formas (lucha armada, organización de base con incidencia en lo sindical y/o comunitario, movimientos populares, participación política en elecciones dentro de la institucionalidad burguesa) no aciertan a tener proyectos que conmuevan, que verdaderamente puedan colapsar al capitalismo.
Las reformas socialdemócratas son eso: reformas, superficiales cambios cosméticos. Los progresismos —que podrán ser saludados como avances, así como la Doctrina Social de la Iglesia Católica con su opción preferencial por los pobres— no tocan los cimientos mismos del sistema. Si eso no se hace, entonces no hay cambio verdadero. Hay, con buena suerte, gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada.
Pero «No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva», Marx.
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La reciente pandemia de Covid-19 profundizó estos desastres ya históricos. «El emergente paradigma capitalista post-pandemia se basa en una digitalización y aplicación de las tecnologías de la así llamada cuarta revolución industrial. Esta nueva ola de desarrollo tecnológico es posibilitada por una tecnología de la información más avanzada. Lideradas por la inteligencia artificial (IA) y la recogida, procesamiento y análisis de inmensas cantidades de datos (big data), las tecnologías emergentes incluyen el aprendizaje automático, la automatización y la robótica, la nano y biotecnología, el Internet de las Cosas (IdC), la computación cuántica y en la nube, la impresión 3D, nuevas formas de almacenamiento de energía y vehículos autónomos, entre otras. (…) La economía global post-pandemia supondrá una aplicación rápida y expansiva de la digitalización a cada aspecto de la sociedad global, incluidas la guerra y la represión», Robinson.
Las tecnologías más desarrolladas, dentro del marco capitalista, no son beneficio para las extendidas masas populares sino solo instrumento favorable a las élites, para seguir explotando y lucrando, y para controlar cualquier atisbo de protesta.
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Las modalidades que fue tomando el sistema capitalista en su conjunto, en vez de servir para llevar bienestar a cantidades crecientes de población, por el contrario, han servido para aumentar estratosféricamente la diferencias entre poseedores (el 1% de la humanidad detenta el 60% de la riqueza global) y desposeídos.
La cultura digital ya establecida a la que asistimos encierra cada vez más a los usuarios: la vida se va reduciendo a interactuar con una pantalla (¿cómo formar sindicatos de esa manera?), y el teletrabajo se va imponiendo. Hasta existe una sexualidad virtual, siempre en alza. ¿Estamos condenados a esa suerte de soledad, de desinterés por el otro? La robotización y la inteligencia artificial, que podrían ser fabulosos instrumentos de ayuda para alcanzar altas cuotas de bienestar, terminan funcionando como «un problema» para las grandes masas, pues hacen evidente que el sistema prefiere sacrificar gente y no su tasa de ganancia.
En esa lógica —la establecida por los megacapitales globales— pareciera que mucha población «sobra» en el mundo. Solo para pensarlo: se dijo que el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) se «inventó» para «quitar gente» del continente africano, tan rico en recursos naturales para las megaempresas capitalistas de Occidente.
Así sea una elucubración paranoica, la arquitectura del sistema permite concebir acciones así. ¿Por qué, si no, arrojar dos bombas atómicas sobre población civil no combatiente -Japón 1945- cuando eso no era necesario en términos militares?
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El capitalismo hoy se muestra tremendamente blindado. La libre competencia de sus albores quedó atrás, siendo manejado por unos pocos grupos oligopólicos de envergadura colosal, que deciden en secreto la marcha del mundo (las elecciones democráticas son una vil payasada para engañar a las masas). Ínfimas élites superpoderosas fijan las líneas a seguir por la humanidad, sin que nadie se les pueda oponer.
Se ha dicho que estamos en un punto donde es más fácil que termine la humanidad –por el calentamiento global o por la guerra atómica ¿o porque la inteligencia artificial tomaría el poder acabando con la dañina especie humana?— a que termine el sistema capitalista.
Sin dudas, un dicho cuestionable; pero la realidad muestra que el modo de producción se muestra con muy buena salud, y la revolución socialista se ve bastante lejana, más aún después de la reversión en la Unión Soviética y el este europeo y los cambios habidos en China.
Que la gran mayoría de la humanidad viva mal no inmuta a los capitales: en la lógica capitalista cuenta solo la tasa de ganancia, el lucro individual. Lo demás, no le concierne. Si el capitalismo debe apelar a los más horrendos métodos para defenderse y mantenerse (represión sangrienta, cárceles, torturas, fake news, net centers, neuroarmas, masacres con armas de destrucción masiva) lo hace sin el más mínimo sentimiento de culpa (lanzó las bombas en Hiroshima y Nagasaki, y si fuera necesario, lo volvería a hacer).
Ante esa barbarie, hoy día realizada con las más sofisticadas tecnologías –bélicas, comunicacionales, de ingeniería social— los preceptos socialistas, con su ética de solidaridad, con su fragoroso llamado a la igualdad en todos los órdenes, continúa siendo una esperanza. Pero el sistema supo acallar –no extinguir— esas voces alternativas, y hoy se hace muy difícil dar la lucha. Difícil, sin embargo, no significa imposible.
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La lucha titánica que significó la Guerra Fría terminó con la derrota de la Unión Soviética, el primer Estado obrero-campesino de la historia, y el triunfo del principal ícono capitalista, Estados Unidos, construyendo un mundo unipolar donde pudo creerse –por muy poco tiempo— que «la historia había terminado—, y las llamadas «democracias de mercado» eran la única alternativa («democracias», no olvidarlo nunca, que son una parodia, donde el pueblo votante solo elige el próximo gerente que administrará un país, siempre sobre la base de relaciones socio-económicas capitalistas.
«Democracias», insistamos con eso, absurdas, que pueden ser encomiadas por parasitarias monarquías hereditarias como las hay en Europa, por ejemplo). Esa caída de los ideales revolucionarios que marcaron la primera mitad del siglo XX trajo como consecuencia la desaceleración de los procesos de búsqueda del socialismo, un «enfriamiento» en las luchas revolucionarias, una orfandad de paradigmas donde reflejarse para todo el campo popular mundial.
Las luchas sectoriales arriba apuntadas (lucha contra el patriarcado, contra el racismo, etcétera) no pueden alcanzar para derrumbar al sistema (si los mismos capitales globales a veces financian algunas de ellas, eso muestra que son reivindicaciones que el propio sistema puede tolerar sin conmocionarse en su base).
Son imprescindibles, sin dudas, y absolutamente válidas, pero como parte de una articulación de luchas más omniabarcativas. Ante esa cierta desazón, esa desesperanza que cundió globalmente, y ante la falta de caminos claros, el capitalismo como sistema parece alzarse victorioso, intocable.
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En estos momentos se dan reacomodos a nivel internacional. Estados Unidos, como principal potencia capitalista, arrastrando tras de sí a capitales menores (en muchos casos: además de socios menores, también súbditos militares) como la Unión Europea o Japón y, en definitiva, a buena parte de la humanidad –hoy es la expresión máxima del imperialismo— ha dominado el planeta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945.
Su moneda, el dólar, fue impuesta por Wall Street como la divisa obligada para el manejo de la economía mundial, y para defender esa hegemonía cuenta con alrededor de 800 bases militares diseminadas por toda la faz de la Tierra, listas para salvar la «libertad y la democracia» en todo momento.
Sin embargo, esa supremacía está cambiando ahora: China como nueva superpotencia económica y científico-tecnológica y Rusia como renacida superpotencia militar, comienzan a construir un área desmarcada del dólar, poniéndole un límite a la hegemonía de Washington.
Buena parte de la humanidad, la del Sur global, mira con buenos ojos esos movimientos. Ese enfrentamiento entre los tres grandes poderes está dando como resultado la actual guerra de Ucrania y la probable próxima guerra de Taiwán, todo lo cual prepara las condiciones para 1) un cambio en la arquitectura económico-política global, terminando con la hegemonía anglosajona, o 2) una guerra nuclear que podría ser el fin de la humanidad.
De todos modos, así Estados Unidos pierda su actual sitial de honor, el mundo que se avizora no sale de los marcos del capitalismo. La República Popular China, con su muy peculiar «socialismo de mercado» o «socialismo a la china», puede estar dando resultados para su numerosa población nacional, pero no es un referente para todas las luchas sociales del orbe.
La Nueva Ruta de la Seda que propicia, con su consigna de «ganar-ganar», no es sinónimo de equidad socialista. Ese no es el socialismo revolucionario que pueda beneficiar a las hoy enormes masas populares empobrecidas y golpeadas por el capitalismo. La presencia china a veces no se distingue de los capitales occidentales, aunque condone deudas y no plante bases militares. En todo caso, anida allí una incógnita imposible de descifrar en este momento.
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La situación actual plantea inquietantes interrogantes respecto a lo que vendrá. El triunfo glorioso de la causa socialista no se ve muy cercano precisamente. El ideario socialista que se mantenía algunas décadas atrás, si bien no ha desaparecido y sigue siendo totalmente vigente, necesita reacomodos ante la coyuntura mundial actual. El proletariado industrial urbano visto como la chispa revolucionaria en el siglo XIX ha cambiado; hoy el posible sujeto de la revolución es mucho más difuso: movimientos campesinos, empobrecidos urbanos con trabajos precarios, jóvenes sin futuro, mujeres reivindicando sus derechos de género. «Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo ‘posible’», Sergio Zeta, se ha dicho acertadamente.
La cuestión estriba en cómo ir por más en la presente situación, cuando el sistema está tan acorazado, manejando las cosas con tecnologías de alta precisión (controles poblaciones monumentales, primado de la mentirosa manipulación mediática eufemísticamente llamada «post verdad», armas de destrucción masiva siempre listas para ser usadas, la posibilidad abierta para las élites de instalarse en otro planeta dejando el desastre ecológico-social en la Tierra –aunque ello suene a ciencia-ficción—).
Habiéndose desmovilizado tanto las luchas populares con las políticas neoliberales (capitalismo salvaje sin anestesia) de los últimos 50 años, es difícil encontrar los caminos para la transformación del sistema como un todo. Plantear todo esto no es demostración de un pesimismo radical (y, por tanto, un llamado a la desmovilización o, en el mejor de los casos, al acomodamiento de «lo posible») sino un intento de insuflar energía a una lucha que hoy se muestra adormecida.
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La amarga reflexión freudiana de una «pulsión de muerte» que llevaría al ser humano a su autodestrucción (hoy las condiciones lo muestran como muy posible) no pueden tomarse a la ligera. Las catástrofes a que asistimos –y que el capitalismo no puede solucionar: la ecológica, la posible guerra terminal con armas nucleares— evidencian un callejón sin salida.
Los proyectos socialistas, amén de todas las numerosas correcciones que puedan necesitar, proponen vida y no muerte. El enorme problema estriba en cómo viabilizarlos hoy. Rusia y China, con su oposición a los capitales occidentales, no son la salida socialista (¿nuevos imperialismos quizá, con renovadas características?). ¿Por dónde entonces?
El neoliberalismo de estos últimos años –junto a las sangrientas represiones que le prepararon el camino— desmovilizó mucho, dejó sin discurso a la izquierda, fragmentó las luchas. Pero los malestares siguen estando.
El 2019 mostró un mundo que ardía, con explosiones populares por todos los continentes reaccionando a los numerosos malestares acumulados. Sin propuestas clasistas claras y sin conducción revolucionaria, sin un ideario socialista a la base, todas esas manifestaciones con interminables ríos de gente en las calles (numerosos países en Latinoamérica –Colombia, Chile, Honduras, Haití—, «chalecos amarillos» en Francia, protestas en España, República Checa, Alemania, numerosas movilizaciones en El Líbano, en Egipto, en Argelia, en Indonesia, grandes concentraciones en la India, descontento creciente en la población estadounidense) parecían mostrar un estadio prerrevolucionario.
Casualmente, a inicios del 2020 vinieron los forzados encierros por la pandemia de covid-19. Una vez más, el proyecto anti-sistémico quedó adormecido, pero nunca extinguido. El quiebre de la economía y las recurrentes crisis financieras –que siempre pagan los más débiles—, las políticas privatistas que se impusieron con las recetas fondomonetaristas barriendo los beneficios sociales, la parálisis económica que significó la cuarentena pandémica de dos/tres años, el actual alza de los precios de energéticos y alimentos derivada de la guerra en Ucrania, las prácticas racistas que continúan en numerosos países, el trato indigno que reciben los migrantes irregulares que se ven forzados a dejar sus países ante la total falta de oportunidades, las irritantes diferencias entre quienes exhiben groseramente sus riquezas y quienes no tienen nada, todo eso no ha desaparecido, y trae como consecuencia, por ejemplo, las actuales movilizaciones (2023) del pueblo trabajador francés –lucha que sigue siendo un ejemplo a seguir, continuando la tradición de la Comuna de París de 1871 y de la movilización del Mayo francés de 1968—.
Lucha, sin duda, que muestra que sí es posible cambiar el curso de la historia, que el capitalismo no puede ser eterno, que las injusticias establecidas como «normales» no son naturales, que pueden y deben ser eliminadas.
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El sistema está blindado, pero sigue siendo injusto, profundamente asimétrico, despiadado. Prefiere sacrificar gente y naturaleza para no perder sus ganancias, importándole más la acumulación pecuniaria que la vida humana.
El capitalismo es una calamidad, pero no parece estar cayendo. Se ha dicho que el neoliberalismo fracasó. Error: no fracasó, porque no estuvo concebido nunca para llevar beneficio a las poblaciones. Fue, y continúa siendo, un triunfo de los capitales sobre la gran masa trabajadora (somos trabajadores todos y todas, desde obreros industriales urbanos a campesinos, desde amas de casa sin salario hasta personal profesional calificado, desde vendedores ambulantes informales hasta tecnócratas asalariados con doctorados).
Aunque los niveles de control social —mediáticos-culturales, policíaco-militares, políticos— sean fabulosos, la gente reacciona. El descontento está instalado, y si la infame propaganda pro-sistema puede mostrar como un «triunfo» la existencia de enormes centros comerciales abarrotados de mercaderías –en contraposición al desabastecimiento de, por ejemplo, Cuba socialista—, la población mundial (85%, no olvidarlo) sigue pasando penurias.
Entramos en la era digital con inteligencia artificial presente a cada paso, pero eso es solo para una porción de la humanidad. Mucha gente continúa sin acceso a energía eléctrica, y no sabe si mañana comerá. ¿Cómo hacer caer al capitalismo entonces?
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Todo indica que la única forma de arrancarle conquistas a los capitales –y eventualmente, vencerlos— es la protesta. Eso se hace en el espacio público, en la calle, en la plaza. La violencia, nos guste o no, sigue marcando el pulso de las relaciones humanas. «La violencia es la partera de la historia», Marx. Quizá la intuición freudiana respecto a nuestra relación con la agresividad (¿con la muerte?) no esté equivocada.
Los cambios se dan siempre a partir de un proceso de lucha; en las mesas de negociaciones, dentro del marco capitalista, ya vemos cómo queda el pueblo trabajador: siempre engañado.
Con el neoliberalismo se nos ha llevado de Marx, con X, a Marc’s: Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos. Falacia abominable. Rusia, China, Cuba lograron cambios reales con masivas movilizaciones populares, más una conducción con ideales revolucionarios claros y precisos.
Hoy, ante la fuerza inmensa que muestra el sistema, parece imposible pedir cambios. Con planteos socialdemócratas muy fácilmente puede caerse en propuestas que «se adaptan a lo posible» (¿sometimiento?, ¿cultura de la esclavitud?). La única manera de mantener viva la esperanza de cambio, para que los beneficios del desarrollo científico-técnico que ha logrado la humanidad lleguen por igual a todo el mundo, es pensar –con fuerza creciente incluso, provocativamente— que la transformación radical sí es posible.
Ello necesita de un arduo trabajo de organización de base, de lucha ideológico-cultural, de preparación de cuadros políticos dispuestos a dar la batalla, y de una consigna clara que marque el norte: como se decía en la revuelta del Mayo Francés: «Seamos realistas, pidamos lo imposible».
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