Dicho fiscal acusó a un hombre de haber asesinado a su esposa y lo llevó a juicio. Presentó sus argumentos ante el juez y, según su convicción, pidió que el acusado fuera hallado culpable y que se lo condenara a muerte.
Pero había un problema: los investigadores nunca encontraron el cuerpo de la occisa, lo que dificultaba la labor de nuestro abogado. No obstante, la evidencia circunstancial en contra del acusado era abrumadora. La pericia del fiscal hizo el resto, de manera que el juez muy pronto se convenció de que el acusado había cometido asesinato en primer grado. No tardó, pues, en emitir su veredicto: culpable. Como la ley de aquel país era clara en ese sentido, la sentencia fue morir en el módulo de inyección letal.
La defensa hizo varias apelaciones, todas infructuosas, luego de las cuales el condenado finalmente fue llevado al módulo de inyección letal y ejecutado. Nuestro fiscal observó la ejecución y sonrió con la satisfacción del deber cumplido, de que la justicia había sido servida.
Pero las vueltas de la vida quisieron propinar un duro revés.
Unos meses después apareció la mujer. Estaba viva y en perfecto estado de salud. Resulta que la señora, víctima de violencia doméstica, se había fugado del hogar y había hecho creer a todo mundo que estaba muerta para que el esposo no la buscara y la dejara en paz.
De inmediato familiares y amigos del ejecutado, con el apoyo de organizaciones de derechos humanos, decidieron llevar el caso a la corte. Para sorpresa del fiscal, este fue aprehendido por las autoridades, acusado de asesinato y llevado a juicio.
La fiscalía sustentó su acusación con el argumento de que nuestro abogado no había hecho una investigación exhaustiva. Dado lo anterior, no podía estar plenamente convencido de la culpabilidad de su acusado. Por tanto, si no estaba seguro de la culpabilidad de aquel hombre y aun así había pedido la pena capital, ello denotaba una sola cosa: que el abogado tenía un interés personal en la muerte de aquel individuo. Se determinó, pues, que había intención de asesinato.
Por consiguiente, si el fiscal había tenido intención de matar, así como los medios para lograr tal propósito —provistos por su profesión, su cargo y su conocimiento del sistema judicial—, y además había tenido éxito en ese fin, no había otra conclusión: el hombre debía ser hallado culpable de asesinato en primer grado. Con todos los agravantes, además, por su función de fiscal.
No demoró mucho el juez en convencerse con estos argumentos y en encontrar al abogado culpable de asesinato agravado en primer grado. La ley, que era clara en ese sentido, no dejó lugar a dudas sobre la sentencia que debía imponerse.
Nuestro fiscal pro pena de muerte fue condenado a pena de muerte.
Después de varias apelaciones sin éxito, finalmente el abogado fue llevado al módulo de inyección letal, atado a la camilla y preparado para recibir en su sangre los venenos que acabarían con su vida. Sin embargo, cuando el verdugo estaba a punto de activar la inyección letal, recibió una llamada en la que se le ordenaba detener la ejecución.
Algunos meses antes, aquel inusitado caso había generado sorpresa y confusión en el sistema judicial del país, así que juristas, diputados y otras autoridades pertinentes habían presentado una moción ante el Parlamento para dejar sin efecto la pena capital. Justo unas horas antes de la ejecución del abogado, los parlamentarios finalmente habían decidido abolir la pena de muerte en aquella nación y ordenado la suspensión inmediata de todas las ejecuciones pendientes, incluida la que estaba en proceso.
Nuestro fiscal se salvó así de perecer en el módulo, pero después de toda esta experiencia ya no fue el mismo. Presa de un estado mental y emocional crítico, nuestro abogado terminó recluido en un hospital psiquiátrico, donde pasó el resto de sus días: dos o tres meses al cabo de los cuales se suicidó.
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