Todos los días me la juego para darles de comer a las niñas y mandarlas a la escuela. El mercado no me ofrece opciones laborales porque no tengo educación, y el Estado no me apoya con el cuidado diario de las hijas ni con recursos para salir adelante. Por suerte tengo un hermano en Estados Unidos y él me ha enviado unos centavos para poner una tiendita en el barrio.
«Con este negocio no me voy a hacer millonaria. Ni siquiera voy a salir de pobre», piensa Elisa. Todo lo que le queda del día se le va de inmediato en lo más básico: comida y renta del cuarto donde duermen las tres y que de día es la tienda de la cuadra.
Un día, mientras Elisa dormita de cansancio, le llega el aviso de la pandilla del barrio en el cual esta le pide un monto determinado a cambio de no hacerle daño. «Los accidentes pasan. Ya sabe», le dice uno de los pandilleros. «Sus hijas pueden aparecer violadas o muertas en una calle, o su tienda podría agarrar llamas de forma inesperada», la amenaza el muchacho.
Elisa entra en pánico, y una profunda tristeza la embarga. Quiere huir, irse a cualquier lado. «No a cualquier lado», piensa ella para sus adentros. Quiere irse a un lugar donde tenga trabajo y casa digna, donde sus hijas vayan sin peligro a la escuela y donde nadie la amenace. Sumida está en estos pensamientos y suplica a Dios que la ayude, que le mande una señal. De repente, en el pequeño televisor que le regaló su hermano para una Navidad hace como cinco años, anuncian que se está organizando una caravana para ir a los Yunaites. Salta de un brinco y empaca lo necesario en un morralito.
Sin embargo, Elisa aún no se decide. Para nadie es fácil dejar lo que tiene (aunque sea poco) y agarrar camino con dos niñas bajo su cuidado. Quiere hacerlo, pero todavía no acaba de convencerse. Ese mismo día recibe un mensaje en WhatsApp en el que un líder local, que ella conoce solo de nombre, está promoviendo la caravana. Elisa se debate entre irse o quedarse. Vuelve a rezar y a pedir otra señal del cielo.
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En esas está cuando su hija mayor, que fue a comprar tortillas, le dice que Teresa y Arturo, sus compadres, que viven dos cuadras abajo, se van en la caravana de migrantes esa misma tarde. Esa es la señal que Elisa esperaba. Agarra el morral y a sus hijas de la mano y sale a la plaza en busca de la caravana. Ni siquiera se acuerda de ponerle llave a la puerta de su casa.
Al principio de la caminata solo van unos cuantos, pero, conforme van pasando por otros barrios, se van sumando caminantes: Elisas, Teresas y Arturos que no ven futuro donde están y que también fueron convocados en alguna red social o sencillamente se animaron así nomás, quizá porque son jóvenes y no tienen mucho que perder si se van, pero no ganan nada si se quedan.
Así se gesta esta caravana del migrante, que no surge por arte de magia ni se puede explicar solo como producto de la espontaneidad, pero que encuentra el caldo de cultivo en la pobreza, la violencia y la falta de oportunidades.
A los opositores del Gobierno hondureño no les importan Elisa ni el resto que viaja con ella, pero se encargaron de que la noticia agarrara vuelo en Honduras. Más tarde Trump salió diciendo que Elisa y los demás son terroristas, «illegal aliens» que amenazan la seguridad de Estados Unidos. Lo dice en el marco de una campaña electoral para atizar miedos y mover votantes.
Elisa no sabe de campañas electorales ni de política. Los pies le sangran y sus hijas tienen rota la cara de tanto llevar sol, pero seguirán caminando porque llevan en sus venas la semilla de la esperanza.
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