Hace pocos días, una joven mujer me comentaba fascinada su experiencia turística reciente en Guatemala, pero no tardó en llegar a plantear con sincera curiosidad esos sinsentidos que de pronto a nosotros nos parecen normales y que me arrastraron a pensar en el presidente Morales y en su concepción de lo normal.
Ella visitó, entre otros sitios, el volcán de Pacaya y experimentó lo que muy pocas personas pueden hacer en el planeta: caminar junto a un flujo de lava, tomar fotografías inolvidables y gozar de un paseo encantador mientras un guía local le ofrecía datos curiosos sobre el complejo volcánico. Ella, acostumbrada a vivir en un país funcional, preguntó hasta qué distancia podía acercarse a la lava, y la respuesta del guía la conmocionó: «Acérquese hasta donde aguante». Luego me narró una experiencia extrema en un vehículo conducido por algún enfermo mental, según ella, porque el tipo no usaba las luces direccionales, sacaba la mano por la ventana y rebasaba en curva. Además, para sorpresa de ella, no había ni un solo cinturón de seguridad a la mano.
Como habrán advertido, la conversación se había desplazado de la experiencia turística a la curiosidad legítima acerca de por qué, con tanto potencial, el turismo es tan mal atendido. Yo traté de explicarle entonces que lo que ella narraba era apenas una parte visible de un problema mayor, construido durante décadas de desmantelamiento del Estado para favorecer a pocas familias. Así, la ausencia de educación, de sistemas de seguridad democrática y de institucionalidad para promover el turismo son solo componentes del modelo neoliberal imperante. Le comenté que visitar volcanes como el San Pedro o el Acatenango es para mí un absurdo si se trata de turistas mujeres, pues en Guatemala las violaciones son parte de una cultura protegida por las Iglesias hegemónicas a través de campañas antiderechos, y le referí algunos datos escalofriantes que no alcanzo a sintetizar en esta columna.
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Ella también había advertido que, en toda Centroamérica, el común denominador, exceptuando Costa Rica, es la presencia de basura sin que haya autoridades que resuelvan el problema. Y eso también incluye los más afamados sitios turísticos chapines. De nuevo le mencioné que no se trata solo de un asunto que se resuelva con campañas efímeras de propaganda, como creen nuestras incultas élites. Le referí entonces los consistentes esfuerzos e inversiones en educación en Costa Rica, que está muy cerca de Guatemala geográficamente, pero muy lejos, y mucho mejor, en lo que a protección del ambiente se refiere, precisamente porque hay un Estado que sin ser perfecto trata de proveer educación, seguridad, salud y una política turística y ambiental coherente, que entre otras cosas incluye la prohibición de ciertos tipos de minería altamente contaminantes. Sí, precisamente los tipos de minería que están destruyendo el lago de Izabal, por citar un ejemplo.
Hablamos de la precaria seguridad que Guatemala ofrece a los turistas y le comenté, entre otros casos, la tragedia vivida por turistas japoneses linchados por fotografiar niños en el año 2000, caso en el cual se identificaron campañas de miedo y odio promovidas por, ¡sorpresa!, Iglesias de la localidad. Todo lo contrario de lo que un país civilizado debería construir a través de la educación y un Estado laico.
Al final hablamos de que solo Guatemala y Honduras aumentaron la pobreza extrema en diez puntos en este continente y de que no es sensato visitar lugares donde no hay un Estado que ofrezca mínimas garantías, algo que ya saben los operadores turísticos externos, que saben de sitios como Atitlán, Chichicastenango o Tikal, pero que también conocen la incapacidad de las autoridades de resolver problemas de fondo. De hecho, el tufito a mano dura está otra vez en el ambiente, pero no hay indicios de reforma fiscal o de programas serios para reducir la pobreza.
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