Queda cerca de un hospital público. Faltaba poco para las seis de la mañana. Hacia el occidente la noche se despedía y justo enfrente un nuevo día empezaba. Cuando veo amaneceres, por iluso y trillado que parezca, me renace un poco el optimismo.
Pero nada como un hospital público rodeado por cientos de personas para devolverme a la realidad, y paradójicamente, sentirme agradecido por una situación menos problemática al momento de necesitar auxilio médico. Apenas logré ver sus rostros. A veces simplemente es imposible describir ciertos estados emocionales.
Después de pagar la consulta y la medicina, regresé a casa a esperar la mejoría prometida. Pero nunca llegó. Todo fue un túnel vertiginoso. Mi cuerpo, una locomotora echando vapor y estropeando mis ganas de descansar. Era demasiado, así que decidí ir a otro de esos edificios que suelen llamar hospitales privados. En los pueblos son más precisos o menos pretenciosos y les llaman sanatorios.
Antes de que tan siquiera una enfermera lo vea a uno con ojos apiadados, un chico hace preguntas y da explicaciones. La existencia de un seguro y los costos que implica el no contar con uno. Decido irme. En la sala contigua una mujer vive su propio calvario. Que antes de atenderla, deben esperar a que llegue le autorización del seguro, le dice el chico con una sonrisa.
Voy a un Centro de Salud Pública. Paredes y puertas sucias. Barrotes y cerraduras oxidadas. Ya son las cinco de la tarde de uno de los peores domingos de mi vida. Entro y me siento en una larga banca de madera. Una decena de personas me anteceden. En la televisión pasan los últimos minutos de un partido de futbol de la liga local. El guardia, el que parece ser el conserje y un enfermero sonríen cuando el árbitro pita el final. Entrevistan a un jugador del equipo perdedor. “Seguiremos trabajando para salir adelante”. Puras declaraciones de funcionario público. El enfermero nos llama para anotar algunos datos en un gordísimo cuaderno empastado.
La programación sigue su curso. –Después de esta hora siempre dan Cantinflas, dice el que parece ser el conserje. Si yo fuera diputado, me parece que se llama la película. Yo apenas puedo con mi cabeza mientras voy contando los “siguiente” que salen de un cuartito iluminado. El médico debe ser muy eficiente. Un par de minutos y se vuelve a escuchar la palabrita. Al llegar mi turno y después de una rápida ojeada física, el doctor que luce cansado me da una receta de diclofenaco. Sospecho que todos salimos de ahí con una receta similar.
Vuelvo a casa, logro recordar el nombre de un amigo que es médico. Le escribo y quedamos de hablar al día siguiente. Un diagnóstico un poco más preciso y alguna medicina con nombre menos común, bastan para que en un par de días mi estado mejore considerablemente.
La salud suele poner al desnudo las evidentes contrariedades de un sistema voraz y perverso. Desde funcionarios que de pronto son millonarios, hasta políticos, hábiles representantes de comerciantes que venden a precios estratosféricos al sistema público de salud, medicinas que ya tiene precios estratosféricos. Y desde luego, los hospitales privados que precisan el sonido de la caja registradora o una llamada que autorice hasta una aspirina.
Las opciones, adquirir un seguro aunque eso implique pagar un servicio que uno nunca sabe cuándo necesitará. Y por eso hay que pagarlo, dicen los ejecutivos. Prever le dicen. Aunque realmente lo que uno hace es mantener otro de los pilares de este sistema: las aseguradoras y sus ganancias multimillonarias. Desde luego que uno puede decidir si sigue el juego. Afortunadamente en mi caso, tengo algunos recursos y amigos que me permitieron salir de este episodio.
Pero ¿qué hay de aquellos cuya única opción es rodear hospitales públicos o centros de salud en busca del lugar más cercano a la entrada? ¿Acaso no deberíamos indignarnos en vez de dar buena prensa a los políticos de corbata morada que desde siempre han lucrado con la venta de medicinas? ¿Cómo hacemos para que el sistema de salud pública sea por lo menos decente y deje de ser uno de los tantos hoyos negros por donde se desaparece el dinero de nuestros impuestos? O ya haciéndome preguntas trasnochadas: ¿no deberíamos acaso procurar un sistema social y económico más justo? ¡Bah! No me hagan caso, es que tuve episodios febriles inverosímiles. Pero ya estoy bien.
Más de este autor