Antes de este descubrimiento, el consumo de bienes y servicios estaba muy limitado por el gasto de las élites urbanas, cuya propensión a consumir era igualmente restringida (el consumo humano, aun de bienes de uso diario, no se expande tan rápidamente como la producción y las necesidades de ganancia del capital).
Como resultado, ese mundo capitalista de bajo consumo se encontraba constantemente en crisis de sobreproducción, lo cual impedía a su vez un crecimiento económico sostenido y dinámico.
La Segunda Guerra Mundial demostró otra forma de dinamizar la economía, desconocida hasta entonces: la permanente obsolescencia de bienes de consumo y de capital. La guerra destruía todos los días bienes de consumo complejos (maquinaria de guerra) y consumía enormes cantidades de bienes livianos. Y eso estimulaba una mayor producción y un mayor desarrollo tecnológico. Al acabar la guerra, Estados Unidos transformó parte de su industria de guerra en industria de bienes de consumo destinados a ser sustituidos periódicamente, con lo cual se convirtió en la primera economía de consumo que requiere, para estimular la percepción de obsolescencia, de cada vez mayores avances tecnológicos.
Al sumarse el consumo de la clase media con el desarrollo de una sociedad orientada hacia el desarrollo tecnológico, se creó la maquinaria de dinamización económica más efectiva que hayamos conocido los seres humanos: la sociedad capitalista de consumo. Sus pilares eran claros: una clase media que expande su tamaño y su capacidad adquisitiva de manera acelerada; una maquinaria industrial capaz de producir bienes y servicios para ese consumo cada vez más exigente y sofisticado; y una capacidad tecnológica para innovar productos y servicios rápidamente. Como corolario se generó una situación de ganar-ganar para todos y todas: más ingresos para la clase media, mayores ganancias para los inversionistas y empresarios, y mayores recursos fiscales para financiar los bienes públicos que demanda esta sociedad (educación de calidad, investigación de base y desarrollo, infraestructura de comunicaciones y transporte).
El modelo permitió un crecimiento económico voraz en los años '50 y '60, pero hizo crisis en los años '70 al caerse uno de los supuestos básicos de todo el funcionamiento económico: energía barata (basada en el petróleo). De pronto la economía no funcionó tan bien y los principales beneficiarios del sistema (los inversionistas y empresarios) buscaron otra forma de hacer que las cosas les funcionaran adecuadamente. Una de las salidas era mantener el curso llevado hasta entonces, pero sacrificando temporalmente las ganancias para permitir que el consumo de las personas y el gobierno no se debilitara. Pero los principales beneficiarios decidieron que lo mejor era que las ganancias siguieran siendo las de siempre (o, aún mejor, mucho mayores), pero haciendo que el consumo de la clase media y del gobierno continuara basándose parcialmente en el endeudamiento (en vez de crecientes salarios o crecientes ingresos fiscales).
Las consecuencias de semejante insensatez no tardaron en producirse: la crisis fiscal de Estados Unidos de principios de los años '90 (debido al exceso de deuda pública), y las crisis financieras hipotecarias de fines de los '80. Los 12 primeros años de gobiernos conservadores republicanos en Estados Unidos dejaron esas secuelas, y aunque Clinton buscó enmendar la estrategia, los desequilibrios se volvieron a manifestar en los primeros años del siglo XXI, llegando a su crisis total cuando la “creatividad” del sector financiero ya no pudo ser soportada por el sector real de la economía. Entonces se dieron cuenta que el consumo privado se movía gracias a un incremento irresponsable de la deuda de los hogares (tarjetas de crédito, hipotecas) y que el consumo público dependía de mayores niveles de endeudamiento.
La salida a la crisis actual del capitalismo depende de retomar el camino del equilibrio entre el consumo privado de los hogares, el manejo sostenible de las finanzas públicas, y tasas de ganancia a los capitales dentro de un marco razonable (no muy lejos de los incrementos de productividad de la economía en su conjunto). Pero con hogares endeudados y crecientemente empobrecidos, gobiernos sobregirados, y capitales aún muy avariciosos, el problema parece no tener muchas salidas inmediatas.
El desempleo se convierte de nuevo en el tema central (como en la década de los '30), pues con los niveles actuales de desempleo no se podrá dinamizar el consumo como motor de la economía. Pero la solución al desempleo debe ser articulada a otros desafíos: reconstruir la matriz energética, recuperar la estabilidad fiscal, garantizar un manejo responsable del sistema financiero, y responder a las demandas por un mayor bienestar y calidad de vida (incluidas las demandas de población que crecientemente envejece). El anuncio reciente de que la pobreza y el desempleo se han incrementado en Estados Unidos es claramente un indicador de cuán lejos nos encontramos de la solución.
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