Este kilométrico texto hace una pregunta fundamental que todo contexto de transformación política debe resolver: luego de un punto de quiebre, ¿qué hacemos? La organización quizá es la parte más fácil. La parte complicada es la hoja de ruta una vez que se acede a una cuota de poder.
Frente a lo complicado que resulta definir agendas, puntos comunes y pliegos de peticiones, así como legitimar las rutas, las experiencias de las plazas tienden a ser muy breves. Tienden a fragmentarse o a desaparecer. O a definir sus propias élites para ejecutar pragmáticamente. O a perderse en el tiempo. Como lo anterior es un proceso desgastante, la forma democrática resuelve el problema proveyendo mecanismos institucionales. En el contexto de la democracia —peyorativamente denominada democracia burguesa—, responder al qué hacer se facilita en razón de que los mecanismos institucionales proveen la información necesaria para guiar la acción de los actores. Hay que entender, eso sí, que institucionalidad e instituciones no son la misma cosa. Y eso es clave. Tener institucionalidad es asegurar un proceso fluido de toma de decisiones (pacíficas, voluntarias y consensuadas) que se sostengan en el tiempo y les den durabilidad a los procesos. Instituciones (no hablo de edificios) son la existencia de normas (reglas del juego), pero puede que estas, por error de diseño, por carencia de información, por incentivos perversos o por lo que fuera, simplemente no ordenen los procesos o produzcan juegos de suma cero. Las democracias en contextos posconflicto o de transiciones inconclusas (o de transiciones muy largas) tienden a desarrollar instituciones, pero son incapaces de dotarse de institucionalidad: recurren con mucha frecuencia a los puntos de quiebre y a la toma de decisiones por vicios personalistas. En buena parte, lo anterior genera un sentimiento de descontento en los diversos sectores ciudadanos, que perciben que el sistema no tiene entradas. Y si el sistema las tiene, parece que no son suficientemente anchas.
Este sentimiento de hartazgo ha generado la expresión «en estas condiciones no queremos elecciones», consigna que en ciencia política se ha conocido desde un buen tiempo atrás como el dilema de elecciones sin democracia. Es decir, la certeza de la democracia competitiva, la certeza de tener una oposición efectiva y la posibilidad de representar las visiones minoritarias de la sociedad no son parte del acuerdo básico. El voto, en esencia, no cuenta. En sí, la culpa no es de la democracia burguesa, sino de la arquitectura institucional que desde el retorno a la etapa democrática se ha sostenido. ¿Cómo es posible que las reformas necesarias se estén discutiendo 30 años después del retorno? En parte, porque hubo una conformidad con lo mínimo: partidos y rondas electorales (más o menos aseguradas). Lo político era poco importante en los primeros años de la transición porque para un espectro ideológico lo político era derivación natural de lo económico (la apertura al mercado determina lo político) y para el otro bando existía el dilema no solo de participar en democracia, sino la profundidad de esta. Si participo, hago alianzas y busco pactar, soy traidor (en razón de que realmente el partido sigue siendo trinchera).
Lo complicado de los procesos de reforma de segunda generación (que acompañan esta tercera transición guatemalteca) es cómo reformar y al mismo tiempo seguir jugando en democracia. Porque la regla básica luego del retorno era que no importaban las condiciones, pues siempre tendríamos elecciones, dado que se había luchado por ellas. Interrumpir la condición democrática mínima (tener elecciones aseguradas cada cuatro años llueve, truene o venga el Mesías) era impensable. Excepto para las derechas, pues la experiencia de las dictaduras les hacía creer que se podía hacerle overhaul al carro y luego, a su debido tiempo, en su agenda, a su ritmo, a su conveniente modo, devolver la democracia hecha a su medida. Nunca se pensó que esta tentación autoritaria pasaría por la mente de los sectores de la izquierda progresista. Pero la experiencia guatemalteca así lo demuestra.
De esa suerte, no sorprende cómo en tal condición se acentúe el poder de los actores de tutela (una suerte de semiactores de veto) para garantizar la estabilidad.
Pero, por mucho que se piense que los movimientos sociales pueden suplantar los mecanismos de representación, el punto es que tarde o temprano los actores extrasistémicos tienen que definir las agendas. Posiblemente la idea de depurar desde la calle un Congreso completo requiera varios meses de protesta. Y si bien se pone de ejemplo la situación rumana —por las multitudinarias marchas anticorrupción—, hay que recordar que Rumanía, al ser un parlamentarismo, tiene una facilidad mayor para disolver el Gobierno. Posiblemente la renuncia presidencial sea más factible, pues en el sui generis presidencialismo guatemalteco cae antes un presidente que un Congreso. Pero no es gracia tener un gobierno de transición, ya que nada asegura que se retorne a la democracia. Pero, si van a quemarse ciertas cartas, lo fundamental es que los sectores progresistas definan agendas comunes para ser presentadas en la discusión sobre las reglas básicas (instituciones).
¿Cuál será el impacto de las propuestas que emanan de la plaza en razón de la Ley Electoral? ¿Cuotas para diputados indígenas, como en Bolivia? ¿Cuotas al estilo de lo que se tiene en Rumanía? ¿Partidos regionales —aunque lo anterior funciona mejor en contextos de federalismo—? ¿Crear partidos regionales es la solución para los chiquitos cuando los movimientos proformación (sobre todo de grupos progresistas) tienen tanta dificultad en articular agendas comunes? ¿Cuál es el modelo de fragmentación ideal del estado de partidos que se tiene pensado? ¿Pelear por reducir las barreras de entrada, aunque el multipartidismo fragmentado no lleva a nada útil? ¿Cómo asegurar que el ente que diseña nuevos distritos electorales no politice esa función, haga una jugada de tipo chavista y cree nuevo distritos para beneficiar al régimen de turno? ¿Se buscaría presionar para hacer desparecer el transfuguismo de una vez por todas? ¿Financiamiento para los movimientos en proceso de formación, como en México?
Hay muchísimas preguntas (las anteriores y tantas más) de carácter técnico que, si eso que llaman la plaza (realmente, sectores ciudadanos muy diversos con menos que más conocimiento sobre el funcionamiento del sistema) no define sus cartas o no agrega nada nuevo a la discusión, en realidad no cuenta en el juego político.
La misma plaza tiene que definir sus élites y así, en el juego de élites de poder, con propuestas claras y pragmatismo, lograr incidir.
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