Salgo de Guatemala después de una breve visita para declarar en el juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt y Mauricio Rodríguez Sánchez. Salgo con el corazón encogido, con una mezcla de sentimientos encontrados: por una parte, de dolor profundo por las crueldades y atrocidades a las que fueron sometidos por el Ejército, sobre todo mujeres, ancianos y niños indefensos, relatadas por los testigos y, por otra, con la sensación de alivio por el deber cumplido, por haber podido contribuir con mi testimonio, con un granito de arena, a fundamentar las causas profundas por las que se produjo el genocidio y su relación directa con el racismo histórico-estructural de nuestro país.
Pero, a su vez, me invade la rabia y un desgarro hondo porque no fuimos capaces de denunciar estas atrocidades antes, porque callamos o guardamos silencio durante tantos años frente al sufrimiento y el dolor de las víctimas, quienes tuvieron que esperar 36 años para poder narrar el horror, las torturas y las vejaciones a las que fueron sometidas. A este sentimiento lo acompaña un profundo agradecimiento y una gran admiración por el esfuerzo incansable de miles de guatemaltecos y guatemaltecas, ladinos, indígenas, extranjeros, ONG nacionales e internacionales, que dedicaron su vida y sus esfuerzos para que este juicio histórico por genocidio y etnocidio se llevara a cabo en Guatemala y con autoridades guatemaltecas, sin injerencias externas.
A pesar de la magnitud del genocidio acaecido en nuestro país, que no tiene otro parangón más que el del Holocausto, o el de Ruanda y Bosnia, hemos tardado 36 años, insisto en esto, en llevar a los militares responsables a los tribunales, cuando buena parte de ellos ya han muerto o están gravemente enfermos o simplemente se han escapado del país. Esta tardanza solo es imputable al altísimo grado de impunidad de nuestro Estado de derecho y a la fragilidad de nuestras instituciones, que han generado una falta de confianza en ellas y de legitimidad, especialmente respecto del sistema judicial. Sin embargo, finalmente el Ministerio Público actuó, después de una denostada labor de años de recopilación de datos y pruebas por parte del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH) y la Asociación para la Justicia y la Reconciliación, organizaciones querellantes, que llevan mucho tiempo denunciando la violencia y el genocidio de los pueblos indígenas. Pero sobre todo fue la constancia, la serenidad y la paciencia de todas las víctimas del conflicto armado las que hicieron posible este juicio.
[frasepzp1]
Mientras voy en el avión de vuelta a Madrid me viene a la mente la imagen de todas esas mujeres ixiles, sentadas en las primeras bancas del tribunal o en el suelo, esperando justicia. Pienso que cuando eran jóvenes y niñas, y tenían entre 8 y 15 años, fueron violadas, torturadas y vejadas, y que ahora tienen entre 45 y 50 años y han tenido que esperar todo este tiempo para hacer valer su voz, dar su testimonio y pedir que se haga justicia y se condene, de una vez por todas, a los responsable directos e indirectos del genocidio y del feminicidio. Me pongo a pensar en lo injusta y arbitraria que es la vida porque una de esas niñas o su madre, violadas y torturadas en presencia de sus familiares, podríamos haber sido yo o mis hijas, y que no fue así porque la vida me deparó nacer en el otro lado de Guatemala, en la Guatemala urbana, del bienestar y de la riqueza, en la Guatemala mestiza y ladina o aquella que se considera “blanca” y que sigue ignorando el sufrimiento de los otros. Si hubiera nacido del otro lado, en la Guatemala profunda, rural e indígena, probablemente estaría sentada allí, junto a esas bellas mujeres, con sus huipiles rojos, con sus caras ajadas por el sufrimiento y el recuerdo del dolor, esperando pacientemente una sentencia que les asegure que ellas no tuvieron la culpa de nada, que no hicieron nada, que fueron violadas, humilladas y vejadas sin saber por qué. Ahora solo quieren que se haga justicia y que se cuente al mundo la verdad de los hechos. Una verdad que no es absoluta pero que sí es, simplemente, la verdad basada en los terribles hechos acaecidos durante ese negro periodo de nuestra historia.
Conforme me voy alejando de mi patria me invade una mezcla de tristeza, rabia y culpa: vuelvo a España, a mis clases, a mi mundo cómodo y seguro, ellas se quedan sentadas, pacientes, esperando un veredicto justo que les permita sanar sus mentes y sus corazones y olvidar, o al menos recuperar la paz interior, y, como dicen algunas de ellas, sentirse tranquilas porque por fin se han desahogado, por fin han podido contar su verdad, por fin van a poder descansar e intentar recuperar las riendas de sus vidas truncadas por algo de lo que no tenían culpa alguna. Este testimonio de una mujer ixil en el juicio ejemplica muy bien la situación de todo un pueblo:
Mi cuerpo, mi corazón, mi cabeza, hoy me siento libre, estoy aclarando la verdad ante un dios que nos ha salvado la vida. Eso es lo que siento en mi corazón, llegó el momento de decir la verdad de lo que pasó. Yo soy el sobreviviente de la masacre, el resto de las víctimas de mis seres queridos, quienes han derramado sangre sin tener la culpa, no sabían por qué tenían que morir y yo tampoco nunca lo supe. [Nos trataron] como si fuéramos animales. Hasta después de haber pateado a un chucho, nos da lástima, y ni siquiera éramos chuchos.
La reaparición del racismo en occidente
«El racismo ha muerto» fue la consigna de muchos intelectuales en las décadas de 1960 y 1970, proclamaba la falsa esperanza de que el racismo había dejado de existir como un problema en las sociedades posmodernas. Se pensaba que todo lo que quedaba de esa etapa oscura eran unas actitudes discriminatorias o neorracismos que no eran de carácter racial sino cultural. Sin embargo, ya Taguieff nos advertía del peligro de banalizar el fin del racismo o su mutación, atribuyéndolos a comportamientos de índole cultural y no racial (1995: 152 y ss.). Wieviorka también señalaba lo que suponía un recrudecimiento del racismo en las sociedades europeas, con su nueva focalización en el inmigrante, el islamista o en determinados extranjeros; en otras palabras, en «el bárbaro», es decir, en aquel que no habla nuestra lengua, no practica nuestros usos y costumbres o no es asimilable a la sociedad occidental porque tiene un comportamiento cruel e inhumano con el resto de sus congéneres (Taguieff, 1995: 205 - 223, Wieviorka, 2009: 21).
La miopía de Occidente, al no percibir el racismo como una corriente soterrada que se esconde bajo comportamientos o actitudes «políticamente correctos», ignoró que éste ha permane cido latente en todas nuestras sociedades. El precepto falso de que se podía paliar con multiculturalidad o interculturalidad nos ha llevado a enfrentarnos, de improviso y como quien despierta de una pesadilla, a un racismo manifiesto y brutal, conducido y expresado por el Estado y los partidos políticos, y cuya máxima expresión la encarna el actual presidente de Estados Unidos.
La complacencia de intelectuales, académicos, élites simbólicas, medios de comunicación y electores nos hace reflexionar sobre la connivencia de algunos de ellos, como apunta Van Dijk (2001) en sus escritos sobre racismo y discurso. Ello ha conducido a la situación actual, en la que despunta un racismo asumido y violento en todo el mundo —que se expresa ya no solo en las redes sociales— contra el inmigrante pobre, el «moro», el «indio», el «negro» o el «mexicano». En otras palabras, contra el «bárbaro» (Todorov, 2008: 30 - 45 ) mencionado más arriba, ese que despierta un miedo que nos lleva a generalizar la ideología de que todo inmigrante —en tanto que no miembro de la «comunidad occidental»— resulta una amenaza para nuestras sociedades, un peligro público que hay que erradicar.
El racismo nos ha vuelto a sorprender. Creíamos que obedecía exclusivamente a comportamientos y actitudes de los partidos nacionalistas de extrema derecha en Francia, Alemania, Grecia, Austria, Holanda y otros países de Europa. Nos resulta difícil creer que en el siglo XX no haya desaparecido la vieja oposición entre «civilización» y «barbarie», presente desde los griegos y profundizada en el siglo XIX con la influencia de las teorías raciales y el darwinismo social de autores europeos como Spencer, Le Bon, Taine o Goubineau, y latinoamericanos como Sarmiento, Bunge, Arguedas o Ingenieros. Esta dicotomía se convirtió en el eje central de la construcción de los Estados modernos y en la base del reconocimiento como ciudadanos solo a quienes fueran capaces de abandonar lo bárbaro para abrazar lo civilizado, de acuerdo con el patrón occidental, naturalmente (Quijano, 1997: 113 - 121).
A nuestro juicio, esta ideología racista, que ha actuado como corriente hegemónica, permanece y sólo ha ido variando según la coyuntura política, el contexto histórico y la crisis de dominación. La gura del Otro como bárbaro sufre metamorfosis, asume diferentes tópicos y estereotipos y se focaliza en diferentes sujetos: unas veces el gitano o el indígena, otras el negro y el inmigrante, otras el refugiado o el mexicano. Pero la oposición entre civilización y barbarie no varía en su esencia: la civilización siempre corresponde a Occidente y a la «raza blanca». Es desde esta perspectiva que se juzgan y valoran las demás culturas, y desde ella que se impone una escala jerárquica con subniveles de barbarie (y también de civilización). Por ello nos parece interesante, antes de pasar a un análisis estructural o político-social de este problema en la actualidad, hacer un breve recorrido de la construcción de este binomio.
[frasepzp2]
La aportación intelectual de esta oposición, que Domingo Faustino Sarmiento consagró para América Latina y para la historia intelectual del continente en sus obras Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845) y Con icto y armonías de razas en América (1883), convirtió a la raza en el principio rector y en el eje central de la construcción de las naciones, como ya dijimos. De esta manera, la lucha de clases quedó sustituida por la lucha de razas y este parámetro quedó asentado como el principio central de la evolución de los pueblos y de sus culturas y la causa fundamental de su desarrollo, progreso o degeneración. Como opina Said: «El colonialismo va a ser una fuente primordial para el surgimiento de ideas sobre las diferencias raciales entre los europeos y los pueblos “descubiertos”. La noción de la superioridad racial europea, contrastada con la supuesta inferioridad y salvajismo de la periferia, serán parte de los procesos históricos a través de los cuales se construirán imágenes culturales de conquistados y conquistadores (1993: 5 - 6)».
A pesar de la negación del racismo como práctica cotidiana, como ideología y como racismo de Estado, en los últimos años éste ha vuelto a adquirir vigencia en la arena pública y política y no pareciera que existan otros términos que lo sustituyan para explicar realidades tan diversas como la europea o la americana. Ello se debe, como veremos, a su propio carácter, su unidad intrínseca y su atemporalidad.
En las últimas décadas se han transformado tanto la estructura semántica del concepto, sus prácticas y manifestaciones, sus lógicas y estrategias, como la expansión geográfica y social de su espacio. Ello nos lleva a pensar en una metamorfosis formal y sustancial y una universalización del concepto —en términos actuales, en una globalización de las ideologías y de las actitudes y prácticas racistas en todo el planeta— y en su exacerbación tanto en Europa como en América. El resurgimiento de este fenómeno social y político, el renacimiento del «racialismo» como forma de dominación o racismo de Estado y la reaparición del etnocidio en diversas áreas del mundo ha obligado a los científicos sociales a renovar el debate sobre este viejo problema (Taguieff, 1995).
En este contexto, cabría preguntarse por qué las ciencias sociales y los académicos se han mostrado tan renuentes a abordar el racismo en las sociedades pluriétnicas y multiculturales en las que el fenómeno ha sido una constante y ha estado presente en el imaginario social de todos los grupos sociales y étnicos. Y también por qué aquellos investigadores que han abordado esta problemática han mantenido un silencio cómplice, una invisibilidad teórica o una estigmatización.
Por la multiplicidad de interpretaciones y sentidos del uso del racismo como término, ideología, prejuicio, actitudes y comportamientos, así como acto de habla o racismo discursivo, nos proponemos delimitar nuestro marco conceptual y los ejes teóricos de nuestra de nición con el fin de despojar y descontaminar históricamente el concepto y devolverle su valor analítico (Casaús Arzú, 1998, 2010 a).