El nombre de su autor, el colombiano German Arciniegas, heredero de los ideales de la Reforma de Córdoba —al igual que el telúrico Víctor Raúl Haya de la Torre— me era conocido por otros libros que me había dado a leer el siempre recordado maestro don Eloy Amado Herrera, mi profesor de filosofía en el Instituto Nacional Central para Varones.
Recuerdo el magnetismo inmediato que esta obra ejerció sobre mi mente. La vida universitaria desplegó ante mis ojos un compromiso reflexivo que integraba el amor por el conocimiento con el rechazo a la injusticia; la vida del estudiante era un ejercicio rebelde comprometido con las causas más nobles. De este modo, esta obra de Arciniegas, originalmente publicada en 1932, insuflaba de sentido mi naciente vida universitaria, confirmando, desde otro ángulo, la inspiración filosófica que había nacido a partir de la lectura de otro autor recomendado por mi maestro centralista: el filósofo Bertrand Russell.
De golpe me sentí partícipe de una tradición histórica que, abrevando en las fuentes del espíritu más alto, adquiría pleno sentido en mi actividad de estudiante. En este registro sensitivo, los más de tres siglos de nuestra universidad conformaban el cauce en el que se habían encarrilado los sentires más profundos, críticos y amorosos de nuestra patria. Aún podía sentir los ecos de un compromiso que había dado a Guatemala una década de democracia ahogada en sangre por la igualmente centenaria estupidez de nuestras “élites”. Aún tuve la tristísima y angustiante experiencia de ver cómo la fuerza ignominiosa del gobierno borraba de la faz de la vida a compañeros estudiantes.
Esa ilusión estudiantil me ha llevado, ya como profesor de grado y posgrado, a atesorar ese sentido de curiosidad rebelde que anida en el espíritu de muchos estudiantes —no tantos como debieran, pienso. Y el lector comprenderá que, a la luz de los ideales que constituyen el alma de una verdadera universidad, es un espectáculo deprimente visualizar el óxido de la mediocridad que, producida por los ejercicios “políticos” más rastreros, amenaza con socavar los fundamentos del resurgimiento universitario. La universidad, por su naturaleza histórica, no debe limitarse a crear cuadros profesionales que de todos modos surgen a un mundo en el cual la movilidad social es más dificultosa; las tareas fundamentales de una universidad como la nuestra incluyen promover procesos de reflexión crítica que cristalicen en proyectos beneficiosos para una sociedad buena, lo cual quiere decir justa.
En este sentido considero que un nuevo camino de recuperación se abre a partir del desarrollo de los estudios de posgrado. Y es que estudiar un posgrado exige, tanto de profesores como estudiantes, en toda universidad, un esfuerzo académico que desemboca en un desarrollo de la capacidad investigativa. El desarrollo de los posgrados en la universidad nacional exige, por tanto, políticas de gran calado que a la par de promover el incremento de la calidad académica general, deben convertir a la universidad en una institución comprometida con la creación de ideas para un país que, a la sombra de clases políticas mediocres y corruptas, no logra configurar con claridad el sentido de futuro. En este sentido, no está de más recordar a Sócrates para quien las acciones inmorales son fruto del desconocimiento; en esta dirección, crear élites pensantes de cierto nivel puede contribuir a generar la tan ansiada clase política que lidere los esfuerzos sociales que, en los diferentes niveles sociales, puedan configurar la sociedad guatemalteca del futuro.
Este proceso exige en este momento una serie de cambios radicales los cuales deben comenzar aquí y ahora. Estudiantes, profesores y trabajadores de la USAC debemos esforzarnos en que nuestras acciones no contribuyan a preservar el círculo pernicioso de mediocridad que amenaza acabar nuestras esperanzas. El próximo rector de la USAC debe promover no sólo reformas institucionales, rápidas y efectivas, sino también el cambio de actitudes que amenazan este renovado espíritu de investigación. Esto requiere, al principio, un cambio de actitud en la política universitaria; con independencia de las posiciones y visiones coyunturales debe comprenderse que la política universitaria no puede subordinarse a los procesos que garantizan la corrupción en nuestro país. Esta tarea, en realidad, es una misión conjunta para aquéllas universidades comprometidas con la justicia en nuestro país.
Es cierto que los recursos disponibles para la USAC no pueden compararse con los que poseen otras universidades, especialmente del todavía llamado “Primer Mundo”. Frente a tal argumento, que suele usarse para justificar el declive de la investigación en universidades, debe señalarse, de manera categórica, que una universidad como la nuestra tiene aún funciones investigativas que cumplir. El desempeño de las universidades del primer mundo está decayendo a partir de su falta de imaginación; el pensamiento crítico, en esta época de uniformidad globalizada, no es precisamente uno de los baluartes que se desarrollan en tales universidades. La innovación tecnológica, por otro lado, no es el único bien que una institución de estudios superiores puede brindar a la sociedad que la alberga; mucho menos en un mundo en el que lo que está en crisis no es la tecnología sino los valores que le dan sentido a la vida humana. En los países del “primer mundo”, la universidad se ha ido sometiendo a la égida de los mercados, vaciando de este modo el espíritu crítico que debe ser el corazón del ejercicio universitario.
En este sentido, una universidad como la USAC debe ayudar a recobrar los legados y posibilidades que han sido ocultados por una globalización tecnológica que visualiza a nuestro país como fuente de recursos ahora, y como basurero mañana. En ese sentido, las universidades latinoamericanas, en su afán de desenredar la madeja de la injusticia estructural, pueden ayudar a encontrar claves para un mundo más justo. Y es que la universidad es afirmación incesante de la vida del espíritu frente a los mandatos de la muerte en que se congelan los afanes de dominio de un sistema que sólo quiere responder a la violencia estructural con represión y autoritarismo.
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