Lo primero, porque supone una teleología diferenciadora respecto a lo que ha ofrecido la oligarquía históricamente. Es decir, supone un Estado de las mayorías para las mayorías y un desarrollo que ponga a Guatemala en la ruta al primer mundo.
Y es que Guatemala tiene una riqueza humana, cultural y geográfica envidiable, que solo una economía diferente y una democracia institucional, libre de corrupción, pueden generar. Soñarlo es realizarlo. Por ello se trataría de un tipo de economía del bien común, distinta al neoliberalismo y a la indiferencia social que ofrecen las derechas actuales.
Y en lo segundo, como estrategia, supone un abrazo pleno al método de lo político y a la política para el cambio. Asume la progresividad y la competencia de este pujando por ciudadanizar las instituciones públicas: pluralizar a sus actores y universalizar sus políticas.
El programa de la revolución democrática anuncia que no renuncia a la revolución, sino a convertir planteamientos y demandas desde fuera del sistema a fin de operarlos desde dentro de este. No para algún día, sino para ya. Por lo que cada plaza, cada acción y cada voto cuentan.
La competencia electoral supone reglas justas y un árbitro creíble, pero, si no ocurre así, se lucha por ellas. Y, en definitiva, la competencia electoral sirve para disputar mayorías, hacer pedagogía política y demostrar la fuerza de los valores, las propuestas y los liderazgos propios.
En Guatemala, la izquierda política ha mantenido una marginalidad que en parte ha sido producto de viejas divisiones, pero también de la falta de renovación y, a veces, de la pérdida de fe en la perspectiva victoriosa de la gente.
Como sea, solo la izquierda puede impulsar a sus últimas consecuencias la revolución democrática. Pero ¿cuál izquierda? Sin duda, una izquierda democrática, aquella que asuma su deuda con la ciudadanía y comprenda que la modernización es una obligación perenne.
La promoción de la revolución democrática supone una lectura gramsciana de los desafíos políticos en Guatemala, donde los pesados muros de la dictadura oligárquico-neoliberal refuerzan la necesidad de asumir la democracia, el equilibrio y el pluralismo como valores.
Tampoco se renuncia a la conformación de una fuerza política que la impulse porque, sin ella, todo quedaría en retórica individualista. He aquí la importancia del debate ideológico, organizativo y de una política de alianzas flexible. Porque lo que importa es la transformación del sistema, no los adversarios en sí.
La concepción clásica de la revolución supone un cúmulo de eventos violentos para sustituir por la fuerza el sistema de cosas. Eso no debe descartarse, pero su sola presencia, la de la violencia, significaría que la democracia misma ha sido clausurada, como ocurrió aquí en 1954.
Hoy en día, en cambio, podemos concebir la revolución como una combinación de estados: 1) un acto, 2) un proceso o 3) una tendencia que se dan con independencia del régimen político, que en democracia toman cursos no prefijados.
Como acto implicará una idea materializada o una transformación inesperada como consecuencia de procesos internos o ajenos al observador. Como proceso sería un esquema deseado, con principio y fin, donde el observador se inserta conscientemente, aunque a menudo con afanes de control que ocasionan esquematismos ineficaces.
Y como tendencia sería un conjunto de procesos, conscientes y espontáneos, en los cuales las opciones fluyen y se combinan, tales como la revolución de las redes sociales, con las presiones crecientes en materia de libertad, equidad y diversidad, cuyos resultados han de ser masivos o no serán.
En Guatemala, la revolución democrática tiene de su lado la fuerza de la moral y de las estadísticas económicas y sociales. Cualquier cambio a este estado de cosas es revolucionario. Y sus defensores lo saben.
De ahí que la dictadura oligárquico-neoliberal descalifica de antemano cualquier cambio. Su discurso de «el mercado manda y se regula solo», a sabiendas de que el control del Estado ha sido el secreto de su éxito social, recetándose incentivos y eliminando derechos ajenos, impide el desarrollo de la democracia.
¿Significa que la izquierda democrática ha de luchar contra el empresariado y contra la libertad económica? De ninguna manera. Crear riqueza es necesario, pero el sector público puede y debe participar de ello mediante políticas orientadas a proteger y fortalecer derechos sociales y económicos en favor de los trabajadores, las clases medias y la soberanía nacional.
Cierto que los ultras de todo bando descalificarán la revolución democrática por atentatoria a su condición de casta burguesa, los unos, o por ser demasiado blanda respecto a los textos o a sus fantasías, los otros, pero la ciudadanía tiene en sus manos la capacidad de calificar las opciones.
Por ahora, la fuerza política de la revolución democrática condensa una agenda orientada a lograr reformas en lo constitucional, en lo económico, en el régimen político y en lo cultural a partir del Organismo Legislativo como plaza central, sin descuidar que los Gobiernos locales, el Ejecutivo e incluso las cortes son territorios en disputa.
Con todo, la fuerza política del cambio no implica una coalición de siglas, sino una plataforma de coincidencias, liderazgos y organizaciones capaces de derribar los muros del sistema injusto que tenemos por delante.
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