Apenas le introduzco el cuchillo (para partirlo) y su peculiar aroma impregna mis sentidos y juguetea con mi memoria. Ese color amarillo cremoso, inconfundible, complementa la imagen mental que tengo de aquel delicioso sabor azucarado tan balanceado que me hace agua la boca incluso antes de probarlo. Hago un corte profundo y rebano una rodaja sustanciosa: la primera mejilla del primer mango de la temporada, ¡mmmm! Al cortarlo encuentro varias suculentas estrías que brotan solas. Con esta operación ritual logro obtener unas líneas carnosas que pongo en mi boca y surgen las llamadas pitas, que enlazan con mi pasado. Como acto de hechicería, aquel mango me transporta en el tiempo, me devuelve a mi niñez. Es una pita cargada de relatos con sabor a deleite infantil. Y rememoro momentos en los que vivo los mejores años de mi vida: junto a mi familia, con un padre generoso, una madre excepcional y tres hermanos-compañeros de aventuras. ¡Qué fruta tan especial es el mango de pashte para despertar tantas fiestas emocionales!
Desde el mercado
Durante un mediodía caluroso ingreso por la ventana principal de la antañona casa de mis recuerdos gratos. Es una solariega construcción con lustrosos pisos rojos y frescos techos de teja. Me encuentro con que mi madre está regresando del mercado con una buena cantidad de bolsas. Curioseo entre ellas y saltan al olfato singulares aromas de verduras y de frutas frescas hasta que encuentro aquel espacio donde predominan, por sí mismas, las pistas aromáticas de los mangos de pashte.
Procedo a lavarlos (más bien a acariciarlos) y sé que voy a recibir la gratificación más estupenda del día, sin comparación con ningún otro sabor. Por algo sigue siendo mi fruta favorita, pues siento estimularse miles de células de la felicidad en cada bocado. Ayer-hoy saboreo el mango de pashte y me envuelve una alegría inusitada. Mis más íntimos átomos entran en un estado de éxtasis cuasi hipnótico al contacto con mi paladar. Es un verdadero festejo: gozar toda, toditita aquella maravillosa fruta hasta dejar la pepita completamente decolorada de tanto chuparla.
Dos formas de comerlo
Hay dos formas de comer mango. Si está muy maduro y no tiene un solo golpe, seguramente se convertirá en denso pero exquisito líquido. Hay que destriparlo con las manos suavemente y presionarlo hasta contra la mesa para que su deliciosa integridad se convierta en materia acuosa. Y cuando ya está muy aguada, cuando se la despoja de toda dureza, se hace una deliciosa incisión en el vértice. Allí se le mete diente con suavidad. Este procedimiento permite abrir una pequeña ventana por donde pasa ese sabor tan especial y se deposita en la boca empujándolo con las manos suave y rítmicamente.
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La otra forma es meterle cuchillo para quitarle las mejillas y saborearlo en trozos más grandes. Se corta con cuidado y se toma el cachete con ambas manos para extraer un pedazo de fruta, esa misma que trastorna la boca en una verdadera explosión de delicados sabores dulces. ¡Estupendo placer! Tanto que se sugiere gozar despacio, ya que es algo tan cautivante que inunda y riega el paladar con una combinación de sabores delicados.
Hoy regreso a aquellas épocas en las que podía disfrutar con total libertad del acto infantil de degustar el mango sin importar mancharme las manos o la boca. ¡La cara entera se me descuidaba! Y sabía que iba a suceder, pero no importaba. Era más importante saborearlo a profundidad, aunque terminara con el pelo y las cejas amarillos.
Por supuesto, ahora la vida me exige cierto rigor académico (hasta para comer mango), pero disfruto el mismo sabor que aún me deslumbra, aunque sin tanta libertad para manipularlo, ni mucho menos me atrevo a dejar pálida su pepita. Y estoy seguro de que los próximos domingos del verano intentaré saborear aunque sea uno, un caprichoso mango de pashte, para rememorar mi gozosa niñez. Vale decir: del buen mango, poco.
Guatemala, 15 de marzo de 2019
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