En ese sentido, y siguiendo el estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), pueden mencionarse como déficit a abordar en lo inmediato[1]:
- «La falta de legislación y políticas sobre salud mental (no existen mecanismos para la promoción y protección sistemática de los derechos humanos de los pacientes con problemas mentales)
- »La asignación de un bajo porcentaje de los gastos de salud en relación con los de salud mental
- »La concentración de los recursos humanos y las camas cerca de la ciudad más grande
- »La ausencia de protocolos de atención para casos con trastornos mentales en el nivel primario y en el segundo nivel
- »La ausencia de unidades de hospitalización psiquiátricas en el segundo nivel articuladas a los centros de salud
- »El desabastecimiento de psicofármacos imprescindibles en el nivel primario, como antipsicóticos de depósito y orales, antidepresivos, ansiolíticos y estabilizadores del humor
- »Los escasos recursos especializados en psiquiatría en APS [atención primaria en salud], así como la ausencia de equipos de salud mental completos donde existe algún recurso
- »La pobre capacitación que se ofrece al personal de salud en temas de salud mental»
A partir de ello, las recomendaciones sugeridas por el documento de la OMS/OPS (que podemos hacer también nuestras para la ocasión) proponen inteligentes medidas alternativas para remediar o superar la situación, apuntando a revisar las áreas especialmente críticas:
- «Perfeccionamiento o reformulación de las políticas y los planes nacionales de salud mental
- »Desarrollo de la legislación sobre salud mental
- »Mejoramiento de los sistemas de información estadística
- »Desarrollo de protocolos y guías para la atención primaria en salud mental
- »Diseño de programas de capacitación al personal de salud mental y al personal general de salud
- »Definición y desarrollo de un modelo general de atención integrada entre los tres niveles de atención de salud mental»[2]
Es innegable que hay una enorme serie de aspectos por modificar, a los que aún se podrían agregar otros, como la dispersión en las iniciativas vinculadas a este ámbito. Por lo pronto, tanto el Estado a través de su red hospitalaria y de centros de salud como la seguridad social brindan pocas respuestas a los problemas de salud mental, de modo que ambos son suplidos por numerosas organizaciones no gubernamentales que, desde un desorganizado activismo reactivo en muchos casos, sirven como parche. Ello se hace particularmente evidente en un tema crucial dado por las heridas aún abiertas de la guerra interna vivida hace aún poco tiempo: vivimos en una sociedad posguerra en la cual son casi nulos los planes de recuperación psicológica de tanta carga negativa. A esto debe agregarse como datos tremendamente negativos la impunidad dominante y la negación de la historia.
Esto último (es decir, la falta de abordaje del que quizá constituye uno de los principales problemas de salud mental de las poblaciones) y la dispersión un tanto caótica de las respuestas de la sociedad civil evidencian la situación real del problema: la salud mental es aún un tabú enmarcado en enraizados prejuicios. Ir a un servicio de estos (psiquiatra, psicólogo y aun otro tipo de prestadores como promotores comunitarios) es un estigma casi vergonzoso. «Yo no estoy loco», es la primera reacción. ¿Cuál sería el problema en reconocer problemas de esta naturaleza?
Ahí es donde debe entrar a jugar un nuevo paradigma: la salud mental no es solo una cuestión de especialistas, de técnicos. La salud mental está en la promoción de nuevos y superadores modelos de relación entre la gente, en acabar con prejuicios estigmatizantes, en permitir hablar de los problemas y no taparlos, encerrarlos tras los muros de un hospital psiquiátrico o silenciarlos con tóxicos (los legales, como la psicofarmacología y el alcohol, o los ilegales, de marihuana en adelante). Vemos así entonces la justeza de la reflexión de Miguel Ángel Asturias a la que aludíamos en la primera parte de este escrito: «En Guatemala, solo borracho se puede vivir».
La salud mental, por último, debe ir mucho más allá de un consultorio: está en la palabra que libera, en el hablar, en la comunidad que se organiza. Y eso puede hacerse en cualquier sitio, no solo tras cuatro paredes. Pero ¡cuidado! No se trata de improvisar cualquier cosa. Debe haber planes sistemáticos con clara dirección. En eso, aunque hoy en día esté especialmente alicaído, el Estado debe seguir jugando un papel crucial. Romper prejuicios no es solo una cuestión de buena voluntad: hay que formular una política pública que lo aliente, lo impulse, lo haga realidad. Ello es imprescindible porque, como dijo Einstein, «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
***
[1] Organización Mundial de la Salud / Organización Panamericana de la Salud (OMS/OPS). (2006). Informe sobre los sistemas de salud mental en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Managua: OMS/OPS.
[2] Ídem.
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