Esta que hoy asoma cae encima de otra: la provocada por la pandemia de la COVID-19.
En Guatemala se presenta una combinación de regiones geográficas y grupos poblacionales vulnerables que no han visto otra cosa que crisis sobre crisis y llamadas de auxilio tras llamadas de auxilio. De respuesta hay poco o nada. Si tan solo existiera un mínimo moral de transparencia en las estadísticas, podríamos identificar quiénes y cuántas son, dónde están y por qué hay personas en vulnerabilidad extrema.
La nueva crisis no es una que aceche o que amenace. No es una probabilidad sino un hecho en consumación. Hablamos de la guerra declarada por Rusia a Ucrania. Al momento sentimos el efecto en el precio de los combustibles. Mientras los especuladores y oportunistas de toda la vida ven la crisis como si se tratara de un regalo divino, es la población en general la que paga los sobreprecios. Y no lo digo yo: «Mientras el costo de los alimentos básicos aumenta al mayor ritmo de las últimas décadas, la riqueza de los milmillonarios [un billón en español equivale a mil millones] de la alimentación y la energía aumentan en mil millones cada dos días… al mismo ritmo al que la pandemia ha ido creando un nuevo milmillonario (uno cada 30 horas) … Los milmillonarios se reúnen en Davos para celebrar el extraordinario aumento de sus fortunas. Para ellos, la pandemia, y ahora el astronómico aumento de los precios de los alimentos y de la energía, han supuesto, sencillamente, un periodo de bonanza. Mientras, se ha producido un retroceso en los progresos logrados en las últimas décadas en la lucha contra la pobreza extrema. Millones de personas se enfrentan a un aumento abrumador del costo de vida», nos dice esta nota de Oxfam Internacional.
Y todo está por empeorar. Aunque consigamos algún alivio, si los países productores de petróleo simplemente aumentan sus exportaciones para aumentar la oferta y reducir el precio (un mecanismo aceptado por ellos, pero que mantienen olvidado hasta que no les somaten duro la puerta), la crisis que queda no deja ver una salida inmediata.
Los hechos son que una crisis de la producción alimentaria como la que se viene en 2022 no se ha visto desde que finalizó la segunda guerra mundial. Según el Banco Mundial, el precio de los alimentos al nivel global ya aumentó en 37 % debido a la guerra. Ucrania dedica el 71 % de sus tierras a la agricultura, y es la canasta alimentaria de Europa. Rusia también exporta alimentos, y es el mayor productor mundial de fertilizantes nitrogenados y el segundo en los fosforados y potásicos. El aporte mundial de fertilizantes de ambos países sobrepasa el 30 %, por lo que hay un fuerte impacto en la disponibilidad y, en consecuencia, en el precio. Aparte del impacto en la disponibilidad mundial de trigo, maíz y fertilizantes, se viene un golpe fuerte en la disponibilidad de aceite de girasol (producen el 52% de la oferta mundial).
Hay amplia información estadística y recomiendo leer esto, y este informe detallado de la FAO.
Rusia ha bloqueado los puertos ucranianos por donde pasan las exportaciones agrícolas (Mariupol, Kherson y, sobre todo, Odesa). Ofrece desbloquearlos sí y solo sí se le levantan todas las sanciones económicas; es decir, no piensa colaborar.
El cuadro es este: la producción de la última cosecha no puede ser exportada, no hay seguridad de poder levantar la próxima cosecha y la siembra del siguiente ciclo es improbable porque las tierras agrícolas están bajo ocupación. La solución sería aumentar la producción en el resto del mundo, pero el tema de los fertilizantes probablemente la deprimirá.
Entre tanto, aparte de las voces molestas, en Guatemala no se habla del asunto, no hay planes a la vista y el impacto acumulado de todas las crisis solo traerá más muertes por desnutrición, más pobreza, mayor migración y un menospreciado run run social como música de fondo para los millonarios instantáneos que sabrán sacarle provecho al hambre, particularmente en época eleccionaria.
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