Interpreto, desde la semiótica antropológica, que el joven, de unos 25 años, estaba viviendo un rito de paso. Respiraba muy nervioso. Es seguro que estaba en medio de una ceremonia para ser admitido por un grupo criminal. Transitaba un momento liminar de su vida: esa tarde debía transformarse. Y para alcanzar ese estadio debíamos recorrer juntos un trecho. Él me seleccionó como objetivo y en ese instante, conscientemente o no, agrietó mágicamente un portal que nos permitió el acceso a otra dimensión.
El asaltante debía morir simbólicamente y así traspasaría aquel momentáneo umbral con el propósito de desprenderse de su antigua identidad y adquirir una nueva. Esos dramáticos segundos los compartimos conectados a un mismo destino de manera por demás misteriosa, en un espacio-tiempo al que yo nunca habría querido pertenecer. Pero las circunstancias me pusieron en medio de aquel proyecto personal tan ajeno a mi vida.
El joven buscaba graduarse de delincuente, por lo que había planificado un asalto a mano armada, el cual sería la prueba de fuego para ganar la aceptación. Después exhibiría sus renovadas credenciales tras presentar el botín y una completa narrativa. Para lograrlo debía morir conforme lo establecido y resucitar metafóricamente. Si alcanzaba salir bien parado, se convertiría en un ser confiable y esa sería su primera batalla ganada como examen primario de habilidades. En adelante afrontará una vida llena de acciones cada vez más arriesgadas y comprometedoras en una escabrosa ruta sin salida, salvo la de la muerte.
El asaltante vestía ropas finas y una mascarilla celeste muy estirada, con la cual escondía su rostro. Preferí no verlo a los ojos. Bajé mi mirada en señal de total sumisión y levanté mis manos para que percibiera que aceptaba todas sus normas. Con esa estrategia corporal envié un claro mensaje de sumisión. Mi esposa observaba el atraco a unos cinco metros con una inquieta Lunita.
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En las cercanías, un auto permaneció vigilante, listo para huir, y no vi sus placas. En ningún momento el asaltante apuntó el arma contra mí. Estuvo blandiéndola hacia abajo y de lado, pero jugaba con su índice en el gatillo, que cascabeleaba haciendo clic, clic, clic, tal vez porque estaba muy exaltado, tal vez para evitar que se le fuera un tiro, aunque permanecía intimidatoriamente encima de mí. Y quizá no demostré nerviosismo porque no vi el cañón de la pistola apuntándome directamente.
Además, había entrenado ese posible escenario cientos de veces pensando siempre: «Si me llega a pasar, entregaré todo lo que tenga, porque todo lo material se puede reponer. Solo la vida es irreemplazable». Y, según lo planeado, me subyugué totalmente. Tal vez ese constante ejercicio mental me salvó la vida de tal modo que ahora puedo contar el cuento, y hasta motivado a encontrarle un sentido semiológico al inescrutable suceso.
Este asalto a mano armada conforma una estructura simbólica como cualquier hecho transgresor: utiliza la violencia como recurso primario (la pistola, los gritos y la intimidación). Los ladrones representan signos evidentes de nuestra perversa realidad social: existen delincuentes juveniles que así se ganan la vida aunque puedan dañar a otros. Pero existen. En este caso solo alcanzaron a llevarse un celular viejito y 70 quetzales: un magro botín que no ameritaba tremenda arma de fuego. Espero que lo recaudado haya servido para comprar medicinas o leche infantil, ojalá para alimentar a una familia, y no para drogarse o emborracharse.
Me consternó profundamente la acción delictiva perpetrada por este joven. Como maestro, me dio pesadumbre verlo con arma, y no con un libro en mano. Afortunadamente, salimos bien, sin un solo rasguño, contrario a lo que les sucede a otras víctimas. Hace un par de noches desperté de madrugada escuchando como cascabeleaba insistentemente el gatillo de aquella pistola plateada. Y volví a sentir aquella extraña secreción de adrenalina salpicando mi cuerpo, lo cual significaba estar vivo.
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