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Sentidos de la Cicig y la lucha contra la corrupción

Lo que nadie había previsto es el impacto que tendría la investigación sobre La línea
La Cicig y la lucha contra la corrupción tocaron intereses significativos de sectores políticos, económicos y militares que se han beneficiado del Estado
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Sentidos de la Cicig y la lucha contra la corrupción

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El aparente triunfo del «pacto de corruptos» y el inicio de la contienda electoral marcan la agenda política del país al inicio de este año. En esta coyuntura, pareciera que la Cicig y la lucha contra la corrupción han supuesto una grave afrenta a un sistema que descansa sobre la corrupción e impunidad.

El 16 de abril de 2015 marcó la vida política del país. Ese día, en una conferencia conjunta la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), el Ministerio Público y el Ministerio de Gobernación, anunciaron la captura e investigación de integrantes de una estructura de defraudación aduanera llamada La línea. Participaron por las instituciones mencionadas el comisionado Iván Velásquez, el fiscal Óscar Schaad y el ministro Mauricio López Bonilla (quien posteriormente sería acusado y llevado a juicio por corrupción).

En esa conferencia, Velásquez se refería a la investigación conjunta en estos términos: «no dudo en calificar que es uno de los más trascendentales en las acciones que ha cumplido la Cicig en el país en estos años de permanencia». No se equivocaba.

Sin embargo, sabiendo de la relevancia de dicha investigación, Velásquez no podía calcular las consecuencias que tendría la presentación del caso. De hecho, es improbable que ninguna persona pudiera apreciar sus hondas repercusiones y que llegaría a afectar la vida política del país hasta este momento, pues fue el inicio de una crisis política cuyo fin es incierto.

Aunque es muy pronto para valorar de manera clara y completa la significación de la Cicig y del proceso que se ha conocido  como lucha contra la corrupción, que tiene como momento inaugural ese 16 de abril, es posible considerar algunos aspectos del sentido histórico que puede tener tal proceso, sobre todo pensando que a principios de 2019, la comisión prácticamente desapareció del ojo público y perdió el protagonismo y la fuerza que mantuvo en este período, aunque investigaciones que inició junto al Ministerio Público mantienen procesos abiertos en tribunales y hay acusados que permanecen encarcelados o ligados a proceso.

La Cicig y la lucha contra la corrupción.

La Cicig tiene un origen sinuoso. La preocupación inicial que llevó a su creación encuentra sus orígenes en el conflicto armado interno, en el que el Estado guatemalteco, a través de diversos aparatos, incluyendo la inteligencia del Ejército, actuó en contra de las organizaciones guerrilleras, la oposición política y la propia sociedad guatemalteca, bajo la política de contrainsurgencia y una conceptualización amplia del enemigo interno. Lo que llevó a una sistemática y extensa serie de crímenes y violaciones a Derechos Humanos.

En las difíciles negociaciones de los acuerdos de paz, esto encuentra expresión en el Acuerdo Global sobre Derechos Humanos: 

«Para mantener un irrestricto respeto a los derechos humanos, no deben existir cuerpos ilegales, ni aparatos clandestinos de seguridad. El Gobierno de la República reconoce que es su obligación combatir cualquier manifestación de los mismos».[1]

Para Edgar Celada, la expresión «cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS)», es un eufemismo que se utilizó para sortear un escollo en el proceso de negociación. A saber, la investigación sobre las prácticas ilegales y arbitrarias que el Estado ejerció contra su propia población.[2]

La preocupación de sectores de la sociedad civil por la permanencia de estos CIACS, que serían los «herederos» de los cuerpos represivos de inteligencia del Ejército, llevó a una propuesta por la creación de una entidad que pudiera combatirlos en 2002. Fue llevada a Naciones Unidas que la amplió y negoció con el gobierno de Alfonso Portillo, pero fue rechazada por el Congreso y la Corte de Constitucionalidad. Posteriormente fue modificada y aprobada por un acuerdo entre Naciones Unidas y el gobierno de Óscar Berger en 2007, comenzando a funcionar en 2008.[3]

Como una institución novedosa y única (con cierto carácter experimental), fue dirigida por el español Carlos Castresana y el costarricense Francisco Dall’anesse, quienes desempeñaron el cargo con distintos resultados. Bajo la dirección de Castresana se lograron aprobar algunas leyes como la Ley de Extinción de Dominio, o las modificaciones a la Ley contra el crimen organizado, que fueron aprovechadas de manera enérgica por su sucesor, el colombiano Iván Velásquez.

Además, Castresana fue un elemento importante para resolver una crisis política durante el gobierno de Álvaro Colom y la UNE. Colom llegó al poder por el voto del interior del país, pero no por el voto capitalino que favoreció a Otto Pérez Molina. Los sectores medios y altos de la capital no vieron con buenos ojos los programas sociales que abanderó Sandra Torres, esposa de Colom, así como el liderazgo de ella y la presentación de la UNE como un gobierno de izquierda (dicha autorrepresentación del gobierno es bastante cuestionable).

Simone Dalmasso

En ese panorama, el abogado Rodrigo Rosenberg graba un impactante video que se presenta tras su muerte y en el que acusa a la pareja presidencial y a otras figuras, de ser las responsables. Los sectores medios y altos que ya tenían una fuerte animadversión previa al gobierno, organizan protestas que lo colocan en una crisis que se estaba volviendo muy complicada para Colom.

En un giro propio de novela criminal, la Cicig de Castresana logró probar que fue el propio Rosenberg que organiza su asesinato, lo que desactiva las protestas de los sectores opositores a Colom. Con ello, la comisión adquiere una presencia importante y una cualidad que posteriormente tendrá un efecto particular: la credibilidad de árbitro neutral, que puede dirigir y desarrollar investigaciones que promueven el Estado de Derecho y el imperio de la legalidad.

Con la herencia de los anteriores comisionados, pero con una visión y un empuje (y quizás un momento más propicio), Velásquez y la Cicig elaboran un plan para los años próximos, con la definición de líneas de investigación sobre macro criminalidad, en colaboración con el propio gobierno de Otto Pérez Molina, incluyendo el tema de la defraudación fiscal. Lo que nadie había previsto es el impacto que tendría la investigación sobre La línea, que, de forma documentada, develó la extensión y profundidad de las prácticas de corrupción en el país.

Esta corrupción extensa y profunda era parte del saber común de la gente, pero era llevado como otro dato más, como algo que el propio presidente Jimmy Morales calificó en una entrevista como natural, aunque el calificativo de «naturalizada» podría ajustarse más a la situación.

Organizaciones, medios de comunicación y personajes diversos habían insistido durante muchos años que la corrupción era una práctica «normal» en el Estado guatemalteco. Se había llegado a aceptar que así era. Pero la combinación del malestar que producía el descaro de las figuras del Partido Patriota, especialmente el cinismo de la vicepresidenta Roxana Baldetti, combinado con la credibilidad de Cicig que aportó una investigación seria y bien documentada, logró despertar la indignación y provocar la reacción de distintos actores, incluyendo una ciudadanía (especial, aunque no exclusivamente de clase media) que se reunió en «la plaza», un espacio físico pero también simbólico, en el que la gente expresó su malestar y exigió la salida de Roxana Baldetti y Otto Pérez Molina.

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La crisis implicó a otros actores, incluyendo un gobierno de Estados Unidos que había mostrado fuerte preocupación por el desarrollo del gobierno de Pérez Molina y actores como políticos y empresarios. Se puede considerar que la influencia de Estados Unidos, con su embajador Todd Robinson, el retiro de apoyo de los empresarios y militares a un gobierno que se volvió impresentable y la presión ciudadana marcaron los resultados de dicha crisis en 2015.

Entre otros efectos, la crisis también llevó a la salida de otras figuras del gobierno del Partido Patriota, acusación contra políticos, jueces y empresarios cuyos juicios todavía se encuentran en distintos estados al día de hoy, modificó las preferencias electorales en 2015 de tal cuenta que el candidato más fuerte a principios de 2015 Manuel Baldizón no pasó a segunda vuelta, ganó un improbable Jimmy Morales, se generaron mesas de trabajo en 2016 para la modificación de leyes, entre otros hechos.

Desde abril de 2015, la Cicig y el Ministerio Público presentaron una serie de casos que mostraron la extensión de la corrupción en diversas instituciones estatales y sus relaciones con otros actores como empresarios, jueces, políticos y militares. Casos como La línea, Bufete de la Impunidad, IGSS-Pisa, Defraudación a la Policía Nacional Civil, Plazas fantasmas en el Congreso, Redes, Lavado de dinero y política, Cooptación del Estado, La Cooperacha, Botín Registro de la Propiedad, Caja de Pandora… fueron evidenciando e implicando a una extensa cantidad de sectores y personas que se organizaron para revertir las consecuencias de estas investigaciones.[4]

El sentido se encuentra en el «pacto de corruptos»

El gobierno de Jimmy Morales organizó una oposición al trabajo de la Cicig y la Fiscalía que incluyó el intento de declarar «non grato» a Iván Velásquez en 2017, la elección de una fiscal, Consuelo Porras (que se ha mantenido en «actitud vigilante»), la prohibición de que Velásquez reingresara a territorio guatemalteco, la no renovación de la visa de varios investigadores de Cicig, hasta que a principios de 2019, la Cicig ha visto disminuida drásticamente su presencia.

Nos encontramos en un momento en que, al menos aparentemente, el denominado «pacto de corruptos» ganó en su objetivo inmediato de anular a la Cicig y poner freno a la lucha contra la corrupción.

Al hacer un breve repaso de hechos más o menos conocidos, de memoria reciente y de significación política evidente, es posible preguntar, ¿qué es lo que llevó al «pacto de corruptos» a articularse y desarrollar enormes esfuerzos para dejar fuera a la Cicig y la persecución legal contra delitos ligados a la corrupción?

La respuesta es clara: Cicig y la lucha contra la corrupción tocaron intereses significativos de sectores políticos, económicos y militares que se han beneficiado del Estado y la forma de hacer política y negocios en el país. Esto no se ha configurado de la noche a la mañana. Han sido gobiernos y formas tradicionales de hacer política en la que una clase (la oligarquía) ha sabido configurar el Estado para sus propósitos.

Lo que está en juego es la forma tradicional de ejercer el poder y los negocios que no tolera, pese a los discursos, que se introduzcan ligeras modificaciones, que se cumpla con los ideales de democracia y legalidad. No es un cambio de horizontes revolucionarios ni de transformaciones espectaculares, ha sido una expectativa más modesta y dentro de los límites del horizonte político del momento: cumplir con lo que las propias leyes del país establecen. No más, pero tampoco menos, es lo que resulta intolerable a los actores de poder.

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Dicho en otras palabras: que se aplique la ley igual a todas las personas no cabe en la mentalidad de los grupos que históricamente han dominado el país y cuyos herederos, aunque se vayan reciclando en cada gobierno, mantienen la idea de estar por encima de las leyes. Actuando al margen, con impunidad y a través de todo tipo de mecanismos para aprovecharse de la ley. Previo a la Cicig no era posible esperar ver al presidente y vicepresidenta del país, a presidentes del Legislativo, jueces y empresarios desfilando en la torre de tribunales, como cualquier otro delincuente.

Muchos políticos y empresarios creen que las leyes no son para ellos. Se acostumbraron a hacer más o menos lo que les daba la gana. Las instituciones han sido botín para enriquecerse y las leyes, el Estado de Derecho, la legalidad y la soberanía han sido excusas o discursos bonitos que se dicen mientras por otro lado se ejerce el poder de otras formas.

No es posible saber si al inicio del proceso, la Cicig, el Ministerio Público y los demás actores involucrados que llevaron a cabo y acuerparon la lucha contra la corrupción pudieron captar claramente las consecuencias de su actividad. Las acciones y declaraciones de la comisión e Iván Velásquez, de la Fiscalía y Thelma Aldana, muestran una preocupación por la legalidad, por la aplicación de las leyes y el respeto al Estado de Derecho poco comunes en funcionarios del país. Eso es evidente. Lo que no resulta tan claro es si este proyecto, mínimo pero razonable y necesario, apegado al espíritu y letra de las leyes del país, advirtió que la configuración estatal se ha construido sistemáticamente sobre desigualdades fundamentales y hábitos políticos profundamente arraigados.

La constitución y las demás leyes del país pueden decir una cosa, pero los procesos de configuración estatal han ido por otro lado. Quiere decir que la corrupción e impunidad son parámetros sistemáticos, extensos y cotidianos en el funcionamiento estatal, lo que permea a la sociedad en un círculo vicioso.

El sentido del trabajo de la Cicig y la lucha contra la corrupción se puede encontrar, más allá del cálculo de sus principales actores, en la reacción del pacto de corruptos. Querer la igualdad ante la ley, la promoción de la justicia (en un sentido específico, legal), la construcción de un Estado de Derecho en los propios parámetros que establece la Constitución, es un atentado a los intereses del pacto de corruptos, de las élites, de la forma tradicional, normal y «moral» de ejercer poder para quienes lo componen.

La CICIG y la lucha contra la corrupción se volvieron intolerables porque confrontaron privilegios y formas «naturalizadas», basadas en la corrupción e impunidad, de hacer política y negocios.

Por ello es que el «pacto de corruptos» ha sido tan perseverante a lo largo de los años. Si en 2017 el «non grato» no funcionó, había que denunciar un tratado internacional firmado por el Estado guatemalteco, e insistir las veces que fuera necesario. Está en juego el restablecer «el sistema de impunidad» que han configurado por años.[5]

Algunas lecciones de la disputa

Entre otros aspectos que se deberían extraer de este proceso de crisis política provocado por la lucha contra la corrupción, es que las reglas del juego democrático, incluyendo las elecciones, y la lógica de las instituciones del Estado se han configurado a contramano de su propia legalidad declarada. Esto lo sabe el pacto de corruptos y actúa en consecuencia. Por ejemplo, la Corte de Constitucionalidad ha emitido diversas resoluciones y Jimmy Morales y funcionarios de su gobierno las han violado abiertamente, sin que exista un mecanismo legal que haya podido corregir la ilegalidad.

De ello se deduce que el horizonte de legalidad y estado de derecho no están funcionando en sus propios términos. Y que para cambiar se debe ver a otros horizontes como el de los pueblos indígenas, la resistencia a las minerías, los feminismos, cuya experiencia e imaginación política no está atada a una legalidad que al final de cuentas, no respetan los que deben garantizarla. Y que tienen, como decía Susanita, la de Mafalda, la sartén por el mango.

Falta decir que esta interpretación del proceso no es compartida por todos (ni mucho menos). El «pacto de corruptos» que incluye políticos, empresarios, jueces, militares y otras figuras ha sostenido una campaña anti Cicig y anti lucha contra la corrupción que han aprovechado el anticomunismo y una religiosidad neopentecostal, para oponerse a esta lucha. Ha creado un discurso simplista, pero efectivo, que la lucha contra la corrupción es selectiva, no respeta el debido proceso (¡claro!, ha cometido el imperdonable acto de llevar a juicio a políticos y empresarios de abolengo) y es motivada por la izquierda local e internacional resentida que no ha podido llegar al poder por otras vías que la descalificación y los ataques a mi Guatemala…[6] Un discurso que, transparentado sus resortes ideológicos, repetido miles de veces llega a justificar sus acciones y sembrar dudas o retirar apoyos de ciertos sectores.

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Esto vuelve a transparentar un hecho que debe ser tomado en cuenta a la hora de cualquier transformación o de intentos de «ponerlo al día» en diversos aspectos: el fuerte conservadurismo que amplios sectores de la sociedad guatemalteca muestran. Esto no va a cambiar de la noche a la mañana y se necesita un sostenido trabajo legal, cultural, pedagógico para introducir algunas transformaciones. 

Por otra parte, cierta izquierda ha sostenido que la lucha contra la corrupción ha sido una pugna intraoligárquica o resultado de la manipulación del imperio (Estados Unidos), lo cual no es descartable, pero al enfatizar unilateralmente dichos factores, se resiste a ver que hay reclamos sentidos de sectores de la población al respecto y que la lucha contra la corrupción permitiría cambios no despreciables. 

¿La solución a los problemas del país se encuentra en la lucha contra la corrupción? ¿La pobreza, el desempleo, el modelo capitalista periférico y atrofiado se resolverían con llevar a cabo dicha lucha? La respuesta cae de su propio peso. Pero la lucha contra la corrupción se puede considerar como un intento para hacer real la igualdad ante la ley (que atenta contra los privilegios de las élites), aspecto que, al radicalizarse, podría suponer un avance formal e importante para el país.

La Cicig no es un partido político ni un instrumento «orgánico». La lucha contra la corrupción tampoco basta como proyecto de país. Pero lograron tocar resortes de la lógica política y económica que no pueden tolerar cambios y ha nucleado una crisis política que ya se ha extendido más de tres años.

Solo el tiempo dirá si un proceso político ha concluido y se decantará por una restauración conservadora (como parece apuntarse en este momento). Al momento, no obstante, es posible discernir el sentido de Cicig y la lucha contra la corrupción como muestra de lo difícil que es cambiar las cosas en este país. 

 


[1] Gobierno de Guatemala / URNG.  Acuerdos de paz. (Guatemala: Friedrich Ebert Stiftung, representación en Guatemala, 1997), 22.

[2] Celada, Edgar. “Las CIACS o la arqueología de un eufemismo”. En: https://www.narrativayensayoguatemaltecos.com/ensayos/ensayos-sociales/los-ciacs-o-la-arqueologia-de-un-eufemismo-edgar-celada-q/, consultado el 15/02/2019.

[3] Gavivan, Patrick. Contra todos los pronósticos. La CICIG en Guatemala. (New York, Open Society Justice Initiative, 2016).

[4] Mack, Luis. “Movilización ciudadana y reacomodos institucionales: Las paradojas de la institucionalidad en un entorno incierto”. En: NDI. Transformaciones de la cultura política en Guatemala. Lecturas sobre la crisis de 2015. (Guatemala, NDI, 2016), 273-275. En este trabajo se encuentra información sobre los sucesos de 2015, incluyendo los casos enumerados. Se agregan otros más recientes.

[5] Arrazola, C. “¿Qué viene después de la Cicig? Detener la persecución penal y restaurar el sistema de impunidad”. En: https://www.plazapublica.com.gt/content/que-viene-despues-de-deshacerse-de-la-cicig-detener-la-persecucion-penal-y-restaurar-el, consultado 28/02/2019.

[6] Un efecto cómico del proceso ha sido la creación de neologismos como el “paracuandismo” que surgió de la insistente pregunta de la derecha respecto a “para cuándo” se tocarían a figuras de “izquierda” o el “miwateco”, es decir, el guatemalteco conservador, de derecha, que apela constantemente a “mi Guatemala” como defensa frente a cualquier acusación.

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