Cada cuatro años se escucha esa misma fórmula en los discursos políticos. Lo curioso es que se trata de la misma receta que utilizó el caudillo conservador Rafael Carrera para derrocar el gobierno liberal de Mariano Gálvez a mediados del siglo XIX, del mismo discurso que utilizó la CIA para derrocar el gobierno democrático de Árbenz Guzmán (el hecho y sus nefastas consecuencias, clasificados con el nombre de Operation PBSuccess, ya fueron admitidos por las agencias de inteligencia estadounidenses) y de la misma estrategia mediática de siempre utilizada por los sectores y candidatos que desean mantener el statu quo actuando contra el Estado constitucional de derecho, el pensamiento crítico y los derechos humanos.
Podrán tener de financistas a personajes oscuros, contar con un plan de trabajo mal estructurado, rodearse de personas incompetentes y no ser idóneos para ocupar cargos públicos, pero les resulta fácil esconder todo esto detrás de oraciones y frases contra el aborto o contra la comunidad LGBTI+. Les es más fácil rememorar tiempos de autoritarismo o resaltar el amarillismo de las noticias violentas que curiosamente se repiten al inicio de cada proceso electoral para hablar de la inaplicable pena de muerte. Han ganado espacios con una fórmula retrógrada pero rentable, que no permite hablar de los problemas estructurales del país: desigualdad social, desnutrición, la condena de la mayoría de las mujeres a vivir en una relación de dependencia, la falta de políticas públicas a largo plazo y el racismo y la intolerancia que nos impiden unir al país con base en el respeto de nuestras diferencias y de nuestra dignidad humana.
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Pero esta vez la estrategia es más agresiva y preocupante. No solo desean convertir en enemigos fantasmas a la comunidad internacional y a los defensores de derechos humanos, sino que ahora hay simuladores de política que utilizan el discurso de odio para alcanzar sus fines. La crítica política, que debería ser constructiva y con argumentos, se ha convertido en ataques personales y en campañas de difamación. Donde debería haber debate de ideas diferentes, los comentarios machistas, homofóbicos y racistas han ganado terreno. Ahora el insulto máximo en la mente de estas personas no es solo el de comunista contra quien tiene ideas distintas. Ahora también tildan de hueco a quien defiende derechos humanos inherentes a todas las personas. Por supuesto, siguen siendo populares el indio contra quien intenta rebatir sus ideas y el feminazi contra quien defiende el derecho de las mujeres a la igualdad e intenta visibilizar el problema de la violencia de género, entre otros.
Pareciera que aún no han comprendido que vivir en democracia implica respetar la opinión del otro aunque sea diferente a la mía, respetar la humanidad del otro aunque no viva igual que yo. La garantía de esta tolerancia es un verdadero Estado laico, en el que se tomen decisiones en función del bien común, y no de creencias personales, así como autoridades que comprendan que gobernar implica igual respeto para las mayorías y las minorías y que existen derechos humanos que están por encima de cualquier decisión. Los simuladores de política utilizan las mismas tácticas de siempre, pero su discurso igualmente se desbarata ante el mínimo cuestionamiento de la realidad. Tanto ciudadanos como periodistas y analistas tenemos la responsabilidad de ponerles fin a estas prácticas vacías y clientelares. El conocimiento implica la responsabilidad de construir una Guatemala incluyente y una política real de servicio y de soluciones.
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