Puede ser igual de frustrante que ocurra lo contrario: enfrentarnos a una página mental con demasiadas líneas escritas. Son tantas, tan pegadas y superpuestas que allí hay de todo, pero no se entiende ni se desenreda nada, aunque haya coherencia. Hay, pues, un garabato que contiene mucho y tenemos demasiado qué decir al respecto. Todo se vuelve una masa confusa. No se ve el inicio ni el final del hilo del garabato y hay que cortar en alguna parte para sacar algo con sentido y utilidad.
Digan ustedes si no hay razón: Guatemala es el país más pobre de Latinoamérica (y el mejor lugar para invertir debido a su sostenido crecimiento económico, según el mitómano aquel que dijimos), el que ofrece mano de obra para la inversión extranjera (mientras que expulsa a su población en edad de trabajar porque no tiene un ingreso mínimo para subsistir, dejemos para despuesito un nivel de vida digno, aunque sea en su más bajo nivel). Tenemos el sistema de justicia capturado por una multitud de gente que jamás alcanzaría su propio puesto de trabajo ni sus credenciales académicas si no es por medio de vulgares chanchullos. Esta gente paga su inmoral permanencia en cargos desmerecidos mediante perseguir y encarcelar a jueces y fiscales con dignidad, y a desafectos al régimen (con predilección por periodistas sin Ángel). . . En este país los criminales y corruptos son los acusadores y querellantes abusivos, mientras que personas dignas e incómodas para el sistema son las perseguidas por la ley.
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¿Verdad que todo junto pierde sentido, dimensión, inicio y final? ¿Verdad que salta uno al siguiente párrafo a ver si encuentra algo nuevo? ¿Les parece que abruma y deprime? Bueno, pues ahí es donde estamos. Con síndrome del garabato. Cansados de leer sobre lo mismo, de escribir sobre lo mismo, de esperar que «alguien haga algo» y de que nos den atol con dedo sin lavar. No importa de qué mano.
Así que déjenme cortar una sección de este espagueti de desgracias para ponerla en página nueva.
Cuando hay manifestaciones, paros y tapones de carreteras, solemos encender en cólera y soltar insultos a granel. La cabeza visible de la cúpula empresarial nos ofrece alarmantes cálculos de los daños económicos por la pérdida de productos frescos, el retraso en la entrega de las cargas del transporte, los jornales perdidos, los contratos no honrados y muchas cosas más. Millones por hora, calculan.
Aquí ocurren dos cosas: si somos afectos a la causa de las manifestaciones, nos mostramos comprensivos, condescendientes y tolerantes. Si la causa no nos gusta (particularmente por razones ideológicas), entonces arremetemos furiosamente. O multiplicamos los daños por cero o por mil. Lo que debemos saber es que con eso perdemos legitimidad y, con ello, credibilidad.
Hay algo que no se ha dicho y ni los más avivados tanques de pensamiento se atreven a pensar, mucho menos a estudiar: ¿cuál es el costo económico de que el sistema de construcción, mantenimiento y supervisión de la infraestructura vial esté en manos de gánsteres que cobran sobreprecios infames por hacer como que hacen?
¿No son estos los mismos apadrinados y financiados por las flemáticas élites que requieren de una infraestructura en buen estado para realizar sus negocios y que despotrican por un día de interrupciones? ¿Cuánto les cuesta a estas élites —y a la ciudadanía— cada puente mal construido, cada falso recapeo de carreteras, cada agujero traga vehículos?
¡Pagan para que les boicoteen sus negocios, su capacidad para atraer socios y capitales internacionales, sus oportunidades para desarrollar capital humano competitivo, para innovar!
¿Qué van a hacer cuando los partidos políticos y sus caciques les digan que siempre no, que no necesitan su dinero o que ya no están para poner condiciones? ¿De qué les sirve, puertas afuera, la mítica alcurnia?
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