Avanzamos un miércoles por la mañana cruzando por una claridad transparente. La ciudad, parada, viéndonos pasar, saliendo a las calles, asomándose a las ventanas. Y nosotros, cantando, saltando, viviendo y exigiendo. Nos acompañaban dándonos agua, dulces y aliento. Estaban con nosotros aunque se quedaran quietos. Ellos sí eran parte de la marcha.
Los carteles, hechos unas horas antes, de todos tamaños, materiales y colores, tenían una misma consigna. Viva la esperanza.
Los campesinos-ciudadanos-estudiantes-ciudadanos-obreros-ciudadanos-niños-ciudadanos, todos avanzando por las calles vivas, mezclándonos, reconociéndonos. Próximos y emocionados, nos abrazamos. El ritmo batuco, como ritual pagano, nos elevaba sobre el sistema corrupto. Y desde allí lo vimos todo muy claro.
Plazas llenas en un país diverso y combativo. El discurso polarizador no nos pegó. Lo destruimos con la lógica irrebatible de los hechos, con la bomba de la razón, con la metralla de los argumentos. Ese día quemamos nuestras naves. Nunca regresaremos. Conquistaremos territorios inexplorados en esta patria ajena.
La depuración del Congreso, la aceptación del presidente de las responsabilidades políticas y judiciales de sus actos y la reforma de la Ley Electoral y de Partidos Políticos son demandas, exigencias, gritos legítimos de ciudadanos que en un gesto consecuente con los tiempos toman posición y un paso tras otro caminan en una ruta de cambio, de poder ciudadano, de transparencia, de rechazo a la corrupción.
Los días siguientes, los diputados dan apariencia de normalidad. Gritan, desprecian, se reúnen en el pleno rodeados de ujieres, prebendas y personas armadas. Se ríen de nuestras demandas. El presidente constitucional de la República de Guatemala, entre finos sombreros y olor a vaca, habla mal de su exministra, permite la diatriba conservadora y retadora del macho envalentonado en contra de «las gentes izquierdistas» y pide vociferando la renuncia de Foppa, solo para recordarnos un apellido desafiante y poético que él y todos sus asistentes ignoran.
Limpiemos la mesa. Háganse a un lado diputados y presidente. Déjennos pasar. Su país ya no existe. No nos vencerá la desesperanza. No nos arrastrarán a sus comisiones y diatribas. No somos ocho mil personas. Somos solo uno. No le tenemos miedo al futuro. No nos lastima la incertidumbre. No nos asusta el cambio. No esperamos resignados la muerte del hermano. No.
Luchamos por un país democrático, solidario, justo, donde impere la ley. Solo queremos transparencia, que los favores no se paguen tan caro, que no valgan una muerte, una desesperanza y una lágrima en un nicho.
¿Qué sigue después?, preguntan. ¿Quién se alza?, ¿quién los representa?, ¿a quién representan?, ¿qué quieren?, siguen preguntando. No hay nada hecho. No hay nada dicho. Somos marea ingresando en tierra firme. Esas tres exigencias son nuestra hoja de ruta para que después, en el Parlamento debidamente representado por las fuerzas de cambio (y también por las conservadoras), se debata, se presente y se vote esperando que gane la esperanza y que los días catárticos que hoy vivimos hayan servido para darnos cuenta de nuestras taras y defectos, de la parte más oscura y tenebrosa que tenemos, del país podrido y asesino, de que la Guatelinda, la Guatehermosa que nos venden los productos idiotizantes no existe, de que, a partir de la contrición penitente de siglos, debemos empezar a transformar el país sobre la transparencia, la seguridad jurídica, las buenas prácticas y la solidaridad.
Sí, Guatemala no existe. La tenemos que inventar.
Más de este autor