Me conoces bien, y sabes que nunca abrazaría ni besaría agradecida una licuadora, una olla de presión, una lavadora o un teléfono inteligente. Hay madres de todo tipo, olores, fisonomía, oficios, colores, condición, historias, carácter y aficiones.
Madres buenas, otras no tanto. Algunas abnegadas, otras egoístas; las hay dedicadas y desganadas; fuertes y depresivas; alcahuetas e intransigentes; dóciles o rebeldes; letradas e iletradas; de campo y de ciudad; acomodadas y pobres; idealistas y racionales; frías y cariñosas; fachudas y elegantes; jóvenes y viejas. Incluso las hay de tiempo completo, medio tiempo, mensuales, bimensuales, trimestrales, de ocasión y madres virtuales.
Yo… soy yo, con defectos y virtudes. Para tu dicha o disgusto, fui yo el producto de ese azar que empañó o favoreció tu suerte. Tú acrecentaste la mía.
Nunca dejé de ser mujer por ser madre, y no he dejado de ser madre por ser mujer.
Y cuando me di cuenta de que soñaba por ti, como si fueras objeto de mi propiedad, me cacheteé ante el espejo y me repetí mil veces que en esta vida nada ni nadie me pertenece, así que opté por convertir en consejos, esa fastidiosa costumbre de darte órdenes sin tregua ni suspiro.
Eso sí, aun te acompaña la zozobra de estos sagaces brazos que esperan sostenerte en el aire, antes de caer. Nunca tuve un costurero, pero sí me ocupé de surtir el botiquín de primeros auxilios para aliviar mi desatino… y el tuyo.
¡Quiero una mamá como la de mis amigos! exclamaste molesto alguna vez. Y, ¿Cómo son las mamás de tus amigos? Pregunté intrigada. “De esas que son parte del comité de madres y hacen pasteles”, dijiste refunfuñando.
He de confesarte que no me sentí mal. Siempre he tenido conciencia de mí misma y mi situación. Lo fasto no forma parte del guión de mi historia. Así que seguí siendo esta torpe aprendiz de madre a la que todos confundían con tu hermana. Enemiga de la cocina, de las revistas de farándula, los cuchubales y las telenovelas. Siempre confrontando a tus maestras y a cuanto mocoso te fastidiaba la vida.
Soy quien soy. Una hippie, gitana, loca, necia, mal hablada, despistada, bruja, rebelde y tan divertida como gruñona. “Un caso”, es tu síntesis favorita.
Pues este “caso” es solamente uno más de quienes hemos tenido que batallar con un medio injusto e irracionalmente machista; uno más de los que un día entendió que o trabajaba, o se dedicaba a limosnear una pensión alimenticia; uno más de los que aprendió a coleccionar medidas de seguridad, no por afición sino porque su única esperanza radicaba en la desesperación; forzada maestra en el arte del “7 oficios y 14 necesidades”.
¿Sabes? Cada Día de la Madre, me recuerda a “la gata loca”. Aquel personaje del caricaturista G. Herriman, quien luego de ser golpeada con un ladrillo lanzado por un ratón, queda flechada por la perversa puntería de su opresor.
El “Día de la Madre” es algo así, una feria efímera, vano invento mercantil para transformar lo etéreo en aparente evidencia, charlatanería de un sistema embaucador que un día –o quizás todos– te lapida y luego te ensalza.
¡Al carajo la parafernalia¡ Más que un día dame un momento todos los días.
No necesito más evidencias que las que provienen de tus ojos, por eso mírame con nobleza. No necesito más evidencias que las que provienen de tus brazos, por eso envuélveme en ellos cada vez que puedas. No necesito más evidencias que las que provienen de tu boca, por eso sonríe, háblame más y escríbeme… cuando puedas.
No necesito más evidencia que la de tus discretos silencios cuando la soledad visita, invade y a veces, se queda. No necesito más evidencia que la de tu solidaridad cuando me ves cansada, frustrada o abatida.
No necesito más evidencia que la de tu firme convicción de que pese a todo, me prefieres así… me prefieres a mí, prefieres a esta peculiar loca cuyo brío y cordura se sostienen en ti.
Y recuerda: quien alguna vez te habló de la incondicionalidad del amor de una madre, simplemente no sabía lo que decía.
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