Me recordó otra historia que contaba mi abuela de sus tiempos de secretaria. Ella nos decía que, antes de que las computadoras remplazaran las viejas máquinas Olivetti, había muchas más secretarias en las oficinas, ya que había muchos textos que pasar en limpio y muchos dictados que tomar. Y que todo eso había cambiado con la llegada de la tecnología. «¿Y qué pasó con todas esas secretarias?», le pregunté yo un día. «Seguramente encontraron algo más qué hacer, ¿verdad, mijito? Porque la necesidad tiene cara de chucho», me respondió.
Así, en caliente, uno podría pensar que, en un país donde abunda la mano de obra, el modelo de crecimiento debería ser uno que sea intensivo en trabajo, es decir, que priorice la generación de empleos sobre cualquier otro factor de producción. Pero, pensándolo más despacio, el comentario de mi amiga en realidad es el ejemplo perfecto para capturar ese aire que se respira en el ambiente.
Después de años de bajo crecimiento está instalándose la idea de que el mundo —principalmente las economías más desarrolladas— está por dar la vuelta a la página. Varios analistas coinciden en que es muy probable que estemos ante un nuevo ciclo, esta vez motorizado muy fuertemente por el cambio tecnológico. Hay incluso quienes van más lejos y le apuntan a la inteligencia artificial como el nuevo motor global. Otros más prudentes simplemente sugieren que habrá una irrupción de nuevas tecnologías que aumentarán la productividad de las personas y que con ello el elusivo crecimiento de las últimas décadas volverá.
Para una economía como la guatemalteca, donde aún coexisten formas de producción del siglo XVII con experiencias que nada tienen que envidiarle a la OCDE, pensar en las implicaciones del cambio tecnológico debería obligarnos a discutir un único desafío: ¿cómo democratizar dicho cambio? Es decir, ¿qué hacer para que la gran mayoría de la población pueda adoptar nuevas tecnologías y nuestra mano de obra sea más productiva y gane más?
Y aquí, honestamente, el riesgo que enfrentamos es que nuevamente vuelven a escucharse voces que vaticinan una adopción (democratización) que llegará simplemente por el abaratamiento de la tecnología. Esta visión se parece tanto al famoso trickle-down que escuchamos en los años 1980 y 90, cuando se planteaba que, al dejar a los mercados operar eficientemente, los beneficios se derramarían a toda la población. Bien sabemos cómo terminó esa historia.
Por lo mismo nos toca ahora tomar la lección del pasado y prepararnos para sacar el mayor provecho del cambio tecnológico. El papel de instituciones de formación y capacitación para el trabajo, de investigación e innovación tecnológica, públicas y privadas por igual, adquiere mucha muchísima importancia. Dejar pasar este segundo tren de crecimiento nos va a condenar a un rezago todavía mayor en relación con otras economías de países en desarrollo que sí se están preparando y que sí serán capaces de producir bienes y servicios a un costo menor y de manera sostenible.
La política pública vuelve a tener la palabra. Este es un nuevo llamado a la intelligentsia estatal. Esperemos que sepa escuchar y que seamos capaces como país de articular una estrategia de adopción tecnológica coherente con las condiciones de Guatemala. Solo así dejará de darnos miedo ver gasolineras sin gente y máquinas Olivetti en los baratillos de antigüedades.
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