Se encuentra en el estado de Baja California. Por la existencia de los dos poblados que quedaron ubicados a cada lado (Tijuana y San Diego), Tijuana [1] representa menos riesgo que los otros ubicados en la frontera más corta (Matamoros y Reynosa), cuyas condiciones naturales (como las altas temperaturas, el desierto y el río) son poco favorables y donde además se instaló la llamada barrera del terror, constituida por los narcotraficantes y el crimen organizado.
No por casualidad en Tijuana se inició la construcción del muro en 1994 como barrera física de contención de la migración irregular y de control fronterizo para abrir y cerrar los grifos a la fuerza laboral mexicana necesaria y principal para Estados Unidos.
Pero el muro quedó establecido como un símbolo de fuerza, no así de detención definitiva de la migración, pues otras rutas (y los coyotes como alternativa) siempre perduraron. Tampoco el tráfico fronterizo resultaba tan incómodo para los trabajadores migrantes mexicanos. Pese a ello, la política de control y contención fronterizos se fue haciendo cada vez más fuerte. De plantear las llamadas fronteras inteligentes en el 2002 se pasó a un control migratorio realizado por las fuerzas armadas y empresas de seguridad. Según una publicación del periódico El Sol de Tijuana (del 16 de noviembre de 2019), un estudio reciente realizado por el Instituto Transnacional señaló que, en los últimos 15 años, el presupuesto destinado a seguridad fronteriza y a control migratorio en Estados Unidos pasó de 9,100 millones de dólares en el 2003 a 23,700 millones en el 2018. Asimismo, el estudio responsabiliza a las empresas de seguridad y a los fabricantes de armas del diseño de la política fronteriza de las últimas tres décadas por su traslado de fondos a las campañas políticas demócratas y republicanas. La llegada de las caravanas de migrantes centroamericanos a finales del 2018 e inicios del 2019 alteró la normalidad de este paso fronterizo, ya que los mismos pobladores, según los defensores de migrantes, empezaron a absorber el discurso racista y xenófobo del presidente Donald Trump, que les provocó un miedo a la invasión y es así responsable de cambios en su vida cotidiana.
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La realidad que allí se vive hoy nos rebota en la cara a los centroamericanos, ya que familias enteras se constituyeron en solicitantes de asilo. Más de 56,000 personas, en su mayoría hondureñas y guatemaltecas y en menor número mexicanas, han sido devueltas a Tijuana a través del programa Quédate en México. Están hacinadas en albergues que se han improvisado y se van adecuando a la nueva realidad. Allí esperan el turno que les asignen las autoridades fronterizas para que su caso se presente ante un juez. Si eso llega a suceder, aún es largo el camino para poder ingresar a Estados Unidos como aspirantes a recibir asilo. La desesperación se acrecienta y los riesgos de que las mujeres sean atrapadas por tratantes que las acechan son altos. Aunque los defensores y la hospitalidad se amplían, eso no significa que el problema tenga un horizonte de resolución.
Es un muro que se extiende más allá de la frontera con México y que se edifica en el imaginario centroamericano como una forma de desterritorializar la política de contención y de asilo, la cual relega a las personas a meras cifras de indeseables y olvida el sentido humanitario y los derechos fundamentales.
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[1] En noviembre de 2019 se realizó en esta ciudad la asamblea de la Red Jesuita con Migrantes. Comparto aquí su comunicado.
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