Muchas organizaciones sociales desde ya han dado su voz de alarma sobre la posible militarización de los esquemas de seguridad ciudadana. Lo preocupante del caso es que, independientemente del bando, los planteamientos se hacen de manera ligera sin comprender las vicisitudes del tema y no advierten la existencia de una oportunidad para mejorar y fortalecer la institucionalidad.
Como marco de referencia se cita continuamente, sin profundizar, la experiencia de Giuliani en Nueva York y la doctrina de las ventanas rotas. Esta doctrina surge de un artículo publicado en 1982 por los profesores Wilson y Kelling que ilustra, a través de una analogía de un edificio con ventanas rotas, cómo se generan comportamientos vandálicos. Si el cristal de un edificio se rompe y no es reemplazado inmediatamente, se puede deducir que el edificio está abandonado o en ruinas y el resto de los cristales serán rotos por delincuentes que deducen que su acción no tiene importancia. La teoría se basa en dos postulados que justifican la tolerancia cero: si el responsable no es castigado inmediatamente se le incita a reincidir; si los responsables no son condenados cada vez con toda severidad, de forma progresiva pasarán a cometer delitos mayores.
Los detractores de este esquema aducen que ataca las consecuencias y no las causas de la criminalidad, es cortoplacista, no abarca los delitos de cuello blanco, genera guetos y problemas de abuso de poder y discriminación por parte de la Policía. Más allá de esta discusión, que lastimosamente pierde validez en el momento en que se legitime la opción a través de un esquema democrático, quiero sentar tres problemas particulares por los que deberá atravesar el desarrollo de la propuesta de seguridad planteada.
El primero: la implementación de un esquema de tolerancia cero implica un aumento presupuestal significativo y una alta coordinación para que todo el engranaje de instituciones vinculadas al tema de seguridad ciudadana funcione. La estrategia requiere un aumento considerable del pie de fuerza para poder aprehender a los infractores, se requieren recursos tecnológicos considerables para evaluar y ubicar el delito y finalmente —lo más importante y sobre lo cual existe más silencio— debe contar con un sistema judicial y carcelario que judicialice a los infractores con diligencia y los logre mantener en condiciones mínimas de detención. Lo anterior significa que el Gobierno debe contar desde sus primeros días con una agenda muy clara y consensuada para lograr reformas que refuercen al Estado desde lo fiscal hasta lo procedimental.
El segundo: un esquema de seguridad de tolerancia cero requiere tender puentes de colaboración con los ciudadanos para que sea sostenible. Para ello es necesario modificar en el imaginario de los guatemaltecos la percepción de los cuerpos de seguridad y tener muy claros los límites de la autoridad. Dos buenos ejemplos de la manera como se transforma estos imaginarios pueden ser los procesos de profesionalización de los carabineros chilenos y el Ejército de Colombia que terminaron generando admiración y aprecio por parte de la ciudadanía. En ese sentido, los resultados obtenidos en Guatemala hasta el momento no son alentadores. Trascurridos este Gobierno y el anterior, se ve mucha discusión y pocos avances en el tema de la trasformación y profesionalización del aparato de policía; el problema de los muros del silencio para disimular formas de corrupción continúa y poco ayuda la historia reciente para mejorar la imagen cuando ex militares han sido juzgados por acciones violentas o brutales.
En tercer lugar: el manejo ecuánime y transparente de las relaciones del Ejecutivo con algunos sectores de poder dentro del esquema del Estado de derecho. La tolerancia cero empieza por casa. En Guatemala, la existencia de la violencia se ha convertido en una lógica de mercado con múltiples agentes alrededor. Al respecto, inquietan no tan solo las relaciones con actores económicos, sino también con algunos sectores del Ejército y ex militares. Actualmente, existen temas complicados, como la reactivación de procesos judiciales que vinculan a exmilitares por acciones realizadas durante el conflicto o la presencia de mercenarios en grupos narcotraficantes o poderes ocultos que dificultan la alineación de todo el Ejército en torno a una estrategia de seguridad.
Asimismo, existen otros asuntos como la seguridad privada y el control de armas de fuego y municiones, donde la presencia de exmilitares ha hecho difícil su regulación. En relación a la seguridad privada —se presume que el 75% de las empresas pertenecen a ex militares— ha sido casi imposible regularizar el ejercicio de las compañías que se dedican al negocio, donde el 70% no están inscritas de forma legal y es uno de los sectores donde más se violan los derechos laborales.
En lo que concierne al control de armas y municiones, es indudable que en tanto no se intervenga en su circulación y el tráfico, existirá capacidad de acción por parte de los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos. Se requiere del fortalecimiento de instituciones tanto de inteligencia como de aquellas que operan el registro y controlan la comercialización. La Dirección General de Control de Armas y Municiones (Digecam) desempeña un papel fundamental en el esquema de vigilancia y control, pero ¿cómo lograrlo si muchos de los que tienen que realizar esta acción han sido subalternos de quienes ahora vigilan?
Teniendo en cuenta el anterior panorama, nada fácil se presenta la implementación de un esquema de tolerancia cero. Retos significativos como sentar el esquema como una oportunidad para fortalecer la institucionalidad del Estado, dar ejemplo, presentar resultados, establecer procesos que eviten la captura del Estado, aplicar a todos el principio de igualdad ante la ley y sobretodo respetar la autonomía del Ministerio Público y del Organismo Judicial son los que juzgarán la implementación de la estrategia. Es como popularmente dicen: meterse en una camisa de 11 varas.
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