Una de esas historias que cuando me la contaron me provocó una serie de sentimientos encontrados. Pena, risa de esas que rayan en la burla. Y de nuevo pena, indignación y otra carcajada.
Había conocido a dos extranjeros que le contaron de una maquina que convertía quetzales en dólares. Al uno por uno. Tentador, ridículamente tentador. Se lo demostraron con un billete de Q100. Se fue con US$100 y no pudo sino pensar que había encontrado la manera de resolver su vida. Se casaría, compraría una casa con su novia, la amueblarían. Se irían a pasear. Y el resto de su familia, ¡por supuesto que también! ¡Cómo no compartir con ellos esta hipotética fortuna! ¡Con las penas que habían pasado juntos! Los siguientes días fueron la venta de su carro, los préstamos bancarios, las llamadas a su papá. El resto, una historia predecible.
Trabaja para el Estado, en una entidad cuyas atribuciones podrían resumirse así: velar porque las contribuyentes pagan los impuestos cabales. Tuvo que conseguir otro trabajo en fin de semana e intentar pagar las deudas de miles que adquirió en su aventura por la máquina que transformó sus billetes, en fajos de papel. Pero sin valor. Se dio cuenta de eso al estar en la sala de su casa. Había seguido estrictamente las instrucciones de los extranjeros, por aquello de los asaltos y demás, le dijeron, lo conveniente era que abriera los paquetes cuando estuviera en casa. A parte de la deuda, también debía sostener a su familia recién y accidentalmente engrandecida.
También atravesó por el secuestro de dos de sus familiares. Un trance que aceptó con resignación. Me atrevo a conjeturar que como mecanismo de defensa. Esos habían sido días duros. En estas dos experiencias, el sistema que debería protegerlo y asistirlo nunca lo hizo. Es que jamás lo pensó y no hizo las denuncias respectivas. Su tiempo era valioso. Con las vueltas que tuvo que dar y la atención a la siguiente llamada no estaba como para poner denuncias. Se le fueron los días. Hasta que terminó con un brujo para encontrar al que no aparecía. Al otro, ya lo había enterrado.
Lo de la estafa había sido producto de su ingenuidad y lo segundo “Dios sabe lo que uno puede soportar”. Contaba estas cosas y solía hacerlo con una mezcla extraña de emociones. Risas, exageraciones, breves reflexiones de contenido religioso, otra vez risas. Como mecanismo de defensa. “Ya solo Él nos puede proteger”.
Durante unos días estuvo trabajando inspeccionando contenedores que salían de las aduanas. Operativos fiscales que les llaman. Es de dominio popular lo que en ellas acontece. Solo basta preguntarle a cualquiera. Decir lo primero que se tenga en la mente al escuchar una palabra. Aduana. Respuesta rápida: transes, buenos transes.
Ese día llegó contento como siempre y hablando como nunca. Un tipo que trabaja de “vista aduanal” lo escuchó. Y le repreguntó para asegurarse. Pues sí, que estaba en espera de ver que caía. Llegaron entonces a un acuerdo. La cantidad que le ofrecieron era exactamente la misma que los amables turistas le habían birlado. Era sencillo lo que tenía que hacer. Quitar un marchamo, poner otro, firmar. ¡Y listo! ¡Bingo! ¡Lotería! La fortuna de estar en el lugar correcto en el momento correcto. Una de las tantas conclusiones a las que también había llegado aquella tarde cuando con su billete de US$100 iba a toda prisa para su casa.
Pero se arrepintió. Lo pensó mejor y se lo dijo al tipo. No le pareció gracioso. Que lo pensara bien, que de todos modos, ya no había vuelta atrás. Que la vida de ambos estaba en peligro. Esto no es un juego de entro y me salgo como si nada. Y le aseguró que si esa era su decisión, también era su sentencia final. Se pasó el resto de la tarde lamentándose de tener la boca floja. Por bocón, se decía a sí mismo. No se lo contó a nadie. De todos modos, ¿a quién? Sobrellevó las horas que faltaban con un gesto ensombrecido, similar al de aquellos días en los que trataba entender la magnitud de la estafa y de las semanas de las vueltas buscando a sus familiares.
Llegó la noche. Caminó lentamente y se presentó al lugar indicado. Las puertas de un contenedor lleno de licores y lociones declarados como materia prima. Antes de firmar la declaración, le dijo al tipo que no iba a aceptar ningún dinero. Que seguía estando arrepentido pero que también sabía que no podía dar un paso atrás. En esa noche calurosa y en un predio medianamente iluminado, al “vista” le brillaron los ojos. Le dijo que no a él no le importaba, toda vez hiciera lo que habían acordado y no se presentara ningún problema en el camino.
Me lo imagino con sus problemas pasándole muy lentamente por la memoria en los pocos segundos que transcurrieron entre quitar un marchamo, poner otro y firmar una declaración. Ahí iba un contenedor lleno de licores y lociones declarado como materia prima. Ahí iba un transe que le hubiera ayudado a superar su trances y problemas económicos. Al final y como siempre, uno muy bueno para los dueños del contenedor, algunos de sus empleados, el chofer, sus familias. Y para el “vista aduanal” que se quedó con su parte, en el transe más rentable de su carrera en aquel puesto.
Aún sigue contando sus historias tratando de encontrar explicaciones. Y tal vez resignación. Casi siempre que cuenta lo de la aduana, más de alguno le repite: “Vos sí que no la hacés, ya no tendrías que trabajar los fines de semana y pasar penas”. Y los demás, lo piensan. Él se repite a sí mismo que si está jodido es producto de su ingenuidad y de las pruebas que la vida pone. Ah, y de su cobardía.
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