Tres microhistorias: ¿por qué migran en el Corredor Seco?
Tres microhistorias: ¿por qué migran en el Corredor Seco?
- De Jalapa, Chiquimula, Baja Verapaz, Quiché, Sololá, Chimaltenango, Retalhuleu y Huehuetenango, según Oxfam, migra la gente a la capital o a otros departamentos por escasez de agua y comida de forma más frecuente.
- «La falta de seguridad hídrica aumenta significativamente el potencial de migración, en gran parte debido a su impacto sobre el bienestar y los medios de subsistencia», dice un informe de la OIM.
- No más del 30% de las tierras del Corredor Seco son fértiles, según Oxfam. No solo es uno de los lugares en los que menos llueve, sino que la cantidad ha decaído.
- El maíz y frijol de subsistencia es solo un 40 % de la alimentación anual de las familias. El resto depende del jornaleo agrícola en trabajos temporales.
- De abril a agosto es el período de «hambre estacional»: no hay trabajo de jornaleo y las siembras tampoco se han desarrollado para ser consumidas.
- Oxfam estima que para 2019 las pérdidas de maíz superan el 78 % y el 70 % en la producción de frijol. El año anterior, los departamentos del Corredor Seco reportaron una pérdida del 70 % en sus cosechas de maíz
Olopa, Camotán y Jocotán, en Chiquimula. Tres familias, hambre, falta de agua, pobreza, sol y abandono. Aquí hay desolación.
TITUQUE: «Por el dinero, a veces se desintegra la familia»
Dejar todo atrás y conseguir trabajo en Estados Unidos era la última opción para Hilda, una mujer de 23 años, madre, esposo ausente. Desde que él se fue debía hacer frente sola a los cuidados y gastos de su único hijo, Wilmer, un niño que sufría parálisis en las piernas desde nacimiento.
Hilda sabía algo: si se nace pobre, se muere pobre. Si no hacía algo el mismo destino alcanzaría a Wilmer. Su papá era la prueba. La vida no era sencilla en Tituque, una pequeña aldea de Olopa, Chiquimula, justo en el corazón del Corredor Seco: trabajo mal pagado, agua poca, y casi siempre contaminada.
En los últimos dos años, los habitantes de Tituque vieron cómo se perdieron las siembras por la sequía, sin poder hacer nada o muy poco para evitar el hambre. Las súplicas de ayuda hacia los alcaldes fueron desoídas.
Sin alternativas, pidió prestado dinero para viajar lejos, a un lugar con agua, comida y dinero.
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Hilda dejó su casa en marzo, su hijo tenía dos años. En los departamentos con más escasez de comida y agua —específicamente en el Corredor Seco—, es más frecuente migrar a la capital o a otros departamentos. De Jalapa, Chiquimula, Baja Verapaz, Quiché, Sololá, Chimaltenango, Retalhuleu y Huehuetenango, según Oxfam, se va la gente por esos motivos.
Decir que Hilda y su bebé migraron por falta de agua es reducir una historia de vida compleja a un solo factor, pero es uno importante, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), aunque su efecto no sea directo. «La falta de seguridad hídrica aumenta significativamente el potencial de migración, en gran parte debido a su impacto sobre el bienestar y los medios de subsistencia», dice en un informe.
Por cuatro meses, madre e hijo estuvieron en un centro de detención de migrantes. Wilmer enfermó. Hilda pidió prestado más dinero con la promesa de pagarlo con el sueldo que ganaría en Estados Unidos. La deuda creció, Wilmer no mejoró. Murió al poco tiempo.
Sola y en un país extraño, todo lo que quería era regresar a casa, a todo lo que conocía. No podía. Debía pagar el préstamo o sufrir las consecuencias, así que se quedó. Llegó a Pennsylvania, hace tres meses que su familia tuvo noticias suyas, les contó que trabaja limpiando casas. Sus papás, Sixta Castillo y Elisandro Vásquez, de 50 y 52 años, lloran por su nieto y la separación forzosa de su hija.
«Ella quisiera, pero no puede venirse. Para salir de la deuda le puede llevar dos años, lo mínimo». Elisandro dice que nunca ha intentado ni deseado migrar a Estados Unidos. «Por el dinero, a veces se desintegra la familia».
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Para llegar a la casa de Hilda en Tituque se baja un camino de tierra. En él permanecen los restos de las mazorcas que no prosperaron por la sequía. Dobladas por la mitad, secas, tristes y grises. La plantación que les daría de comer por unos meses, ahora es lo más parecido a un cementerio. Abajo empiezan los matorrales verdes de los cafetales.
Elisandro corta el café maduro. Saluda, para conversar invita a sentarse en una banca de madera que hace de antesala a los dormitorios. No quiere hablar de su hija, resignado dice que nada cambiará contando su historia. Prefiere hablar de sus siembras.
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Si sus siembras se dieran, dice, no tendría que comprar maíz y frijol por otro lado. Cuenta que sus tierras no son para todo tipo de granos, y tiene razón. Solo un 20% o 30% de las tierras del Corredor Seco son fértiles, según Oxfam. Tampoco ayuda que ahí donde vive, es uno de los lugares donde menos llueve y donde más hace calor en el país.
Que llueva menos no es una percepción de sus habitantes, sino un hecho comprobado. Datos históricos del Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (Insivumeh) registran que los días y la cantidad de lluvia han decaído.
En el mejor de los casos cuando sus cultivos se logran, no le alcanzan para alimentar a toda la familia. Las siembras no crecen por la falta de lluvia y así «ya no pegan», dice. Vive con su esposa y dos hijos hombres. Uno de 17 años y el otro de cinco. Cuando se acaba la comida, él y su hijo más grande salen a buscar trabajo cerca, aunque no siempre consiguen. Una vez al año, su hijo viaja a la Costa Sur para trabajar unos pocos meses en las cañeras. Mientras, Elisandro lleva algunos años trabajando en diferentes fincas de Olopa.
Su historia como cortador inició cuando tenía 12 años, su padre lo llevaba a las algodoneras que luego se convirtieron en cañeras. Hace 20 años, migraba para el corte del café en Copán, Honduras. Se iba un mes entero pero cada año le pagaban menos, así que ya no migró hasta allá. Tanto en Honduras como en Guatemala, las fincas bajaron sus precios y ahora contratan a menos personas para las épocas de corte. Un quintal de café hoy cuesta cerca de 98 dólares. Hace diez años se vendía a 136.7 dólares, de acuerdo a la Asociación Nacional del Café (Anacafé). Con menos trabajo y menos agua, el futuro no promete mejorar.
CAPARROSA: «Aquí no llueve, por eso aquí es pobre»
«Aquí no llueve, por eso aquí es pobre», es lo primero que le sale de la boca a Silveria Pérez Ramírez, de 29 años. Es madre de cuatro niños y vive junto a su esposo, Bernardino Pérez Pascual, 13 años mayor que ella, en Caparrosa, una aldea de Camotán. Su casa se oculta detrás de los cafetales de fincas privadas. Para llegar hasta allí, a menudo hay que empujar ramas.
Los dos han vivido allí desde siempre, y desde siempre su vida ha sido la misma. Siembran dos veces al año. Una vez frijol, otra vez maíz. El año pasado sembraron ocho tareas de terreno (media manzana) y apenas les dio dos sacos de maíz. Dos sacos no les dura ni el mes. «Hay veces que no llueve. Ahorita cayeron poquitos de agua, pero ya se pasaron todas las cosechas», dice Silveria. Para poder comprar el maíz y frijol que les falta, Bernardino sale a buscar trabajo.
A veces sus propios vecinos, los que tienen más posibilidades, lo llaman para que limpie los terrenos, los siembre y fumigue. Al día le pagan 40 quetzales, pero el trabajo se acaba pronto. «Si no tienen cómo pagarnos nos dan maíz en vez de dinero», cuenta Bernardino quien regresaba de fumigar un terreno.
—¿Es difícil conseguir trabajo por aquí?
—No se consigue tan fácil. Lo que piden es el estudio. Y uno no tiene un título de sexto primaria que se diga, para trabajar.
Bernardino no terminó de estudiar la primaria porque siendo muy joven empezó a trabajar en las fincas. Cada abril viaja a Chiapas, México. Se va por un mes completo para cortar banano y papaya. Tomó ese trabajo hace cuatro años cuando oyó en la radio que buscaban gente en una finca. «Uno se va al corte para ganarse unos centavitos para irla pasando», comenta. Y la vida en Caparrosa también es así para los vecinos: Irla pasando.
Bernardino empaca sus cosas y gasta 25 quetzales para llegar a El Rancho. Ahí se junta con otros hombres que migran para trabajar. Se van juntos hasta la frontera de Tecún Umán, donde los espera el bus del contratista mexicano. Al llegar, les dan de comer y los llevan a un rancho. Ahí les dan tarimas, cartones y un colchón para dormir, además de unas sábanas para pasar la noche. Bernardino come mejor en ese mes que en lo que resta del año. Les dan caldo de pollo, sopa de verduras, repollo, rábano, papá, huevos y frijoles, entre otros. Gana 140 pesos mexicanos al día, el equivalente a 55 quetzales. Cuando el mes termina y regresa a su casa, lo hace preocupado. Sabe que los demás empleos que consiga serán temporales y peor pagados. Ese es el único mes en el que gana 1,300 quetzales.
En su ausencia, Silveria y sus hijos se alimentan de los brotes de pepino y rábanos que tienen en su huerto. La dieta consiste en hierbas y tortillas, y cuando puede, algo de frijol. Ella y sus dos hijos más grandes, uno de 9 y otro de 6 años, caminan una hora para encontrar agua. Ella llena los tambos pequeños y ellos los sostienen. Al día hacen dos viajes.
El maíz y frijol de subsistencia es solo un 40 % de la alimentación anual de las familias. El otro 60 % lo consiguen mediante el jornaleo agrícola en trabajos temporales que tienen un alza entre noviembre y febrero de cada año. De abril a agosto es el período de «hambre estacional», esto quiere decir que no hay trabajo de jornaleo y las siembras tampoco se han desarrollado para ser consumidas. En estos meses las personas tienden a comer una vez al día. En promedio, una familia de 5 a 7 integrantes incluyendo a sus animales de patio, deberían de consumir 32 quintales de maíz al año, dice Omar Ramírez, de Oxfam.
Al menos un 62 % de la población de Chiquimula cuenta con empleo.
«La sequía, un riesgo natural devastador, afecta a una porción significativa de la población mundial, particularmente a aquellos que viven en regiones semiáridas y áridas. Las consecuencias para las comunidades agrícolas pueden ser severas, frecuentemente revirtiendo los logros en seguridad alimentaria y reducción de pobreza», según Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés).
Cuando Bernardino regresa todos en la familia comen mejor, pero el dinero no aguanta mucho. Algunos vecinos se han aventurado a cruzar la frontera, pero él no.
—¿Ha pensado en migrar a Estados Unidos?
—Ahí sí no me da valor. Capaz uno se muere, ahí sí me da miedo. Mejor quedarse aquí que pasar 50,000 de billete.
QUEBRADA SECA: «Aquí tiene que morir uno»
En una champa de lámina y madera que no mide más de 3 x 3 metros, viven Yojana Hernández, su esposo Arnoldo Pérez y sus hijos, de entre 8 meses y 5 años, dos niños y una niña. El menor es tan joven que su mamá todavía lo mantiene en brazos.
En ese espacio solo caben dos camas pequeñas sin colchón, y un fogón.
Yojana tiene 23 años, pero su cuerpo parece el de una niña de 12. De los tres hogares visitados, es en este en el que resulta más evidente la desnutrición de las familias del Corredor Seco.
La casa tiene piso de tierra, está en el medio de un cerro que se descubre solo después de pasar una quebrada que da nombre al lugar, la Quebrada Seca. Es un caserío de Jocotán, en Chiquimula.
Una vivienda sin infraestructura de saneamiento, a menudo hogares con piso de tierra, sin inodoro y agua entubada, es señal de que dichas familias viven en pobreza y, los más pequeños tienden a tener bajo peso y estatura, según el Diagnóstico de Agua, Saneamiento e Higiene y su relación con la pobreza y nutrición en Guatemala del Banco Mundial.
En su regazo, Yojana sostiene al más pequeño de sus hijos mientras calienta el comal para preparar las tortillas. Son más de las cinco de la tarde y en unos minutos esa será toda la cena, con sal. Esa es su dieta la mayor parte del año. Cuando no hay suficiente comida la racionan, de una libra de maíz logran hacer de ocho a diez tortillas. Eso lo reparten entre cinco personas, en tres tiempos.
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Lo poco que tienen depende de que se logren sus siembras. En diciembre debería estar listo el maíz, pero llevan entre cuatro y dos años sin que este pronóstico se cumpla. En el pasado, aun cuando sus cultivos se dieron, tuvieron problemas para alimentarse. No tienen el suficiente terreno para sembrar una cantidad que cubra sus necesidades a lo largo del año, y tampoco tienen los insumos para que se desarrollen sus plantaciones, como el abono y el agua.
Oxfam estima que para 2019 las pérdidas de maíz superan el 78 % y el 70 % en la producción de frijol. El año anterior, los departamentos del Corredor Seco reportaron una pérdida del 70 % en sus cosechas de maíz.
Este caserío tiene una reserva de agua, pero solo pueden usarla quienes pagaron para instalarla. La familia de Yojana no es una de ellas.
A menudo, Arnoldo no encuentra trabajo y sueña con migrar a Estados Unidos. Su sueño es simple. Quiere irse para trabajar, guardar dinero y poder regresar para comprar un terreno y compartirlo con sus hijos cuando crezcan. Lo quiere así porque su padre hizo lo mismo con él cuando se casó con Yojana.
Sale todas las mañanas a preguntar si algún vecino necesita sus servicios. «Le digo a mi esposa: «quiere ganas estar en este lugar porque no hay trabajo. Uno hace el esfuerzo de mantener a los hijos. Uno no puede dejarlos morir. Uno necesita comida día a día». Su hijo más grande está sentado en una roca, escucha la conversación y come una tortilla.
El único empleo «estable» que tiene es en el corte del café. Cada enero migra a la Costa Sur, pero las fincas solo lo contratan un mes. En ese tiempo gana 800 quetzales. «Pagan a 10 quetzales la lata. Donde no, pagan de 6 a 8 quetzales. Ya viniendo acá compro las cosas frijol, maíz. Todo lo que se necesita», dice.
La separación de la familia no es algo que se discuta en su casa. Yojana sabe que su esposo debe salir a conseguir dinero y solo volverán a verse un mes después. Toda la responsabilidad del hogar recae en los hombres de la mamá. Ella se encarga de acarrear el agua y colarla con una servilleta porque «trae basura». Se asegura de buscar comida para sus hijos, cuando hay, y de dejar a los más grandes en la escuela.
Los 800 quetzales se gastan rápido, es casi la cuarta parte del salario mínimo establecido en el país. Con lo que gana, alimenta a cinco personas y paga 200 quetzales anuales por el alquiler de un pequeño terreno donde siembra el maíz y el frijol. «Es poquito dinero. Las cosas son caras. El quintal de maíz está valiendo de 130 a 140 quetzales y eso lo tiene que pagar uno».
Cuando los niños se enferman los lleva al centro de salud que está a 20 minutos de caminata.
Admite que esa es una de las razones por las que no le gusta vivir en la Quebrada Seca. Con pesadez dice: «Aquí tiene que morir uno».
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