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Los balseros cruzan el río Suchiate mientras esperan por clientes./ José Torres

La espera reconfigura –no detiene– la migración en Tapachula

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La espera reconfigura –no detiene– la migración en Tapachula

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Tapachula es la segunda ciudad más importante de Chiapas y hoy siente las consecuencias del endurecimiento de las políticas de migración y de refugio impuestas por Estados Unidos. Los movimientos migratorios de sur a norte disminuyeron, lo cual reconfigura las estrategias de las personas migrantes y refugiadas. La espera es una pausa, no el final de su plan original de cruzar la frontera estadounidense.

El albergue Jesús El Buen Pastor, al norte de la ciudad de Tapachula, Chiapas, México, es un lugar que no se reconoce. Hace un año faltaba espacio para recibir a las personas migrantes y refugiadas que ahí se resguardaban. En una habitación de 11 camas solo una se encontraba ocupada aquel miércoles 24 de septiembre de 2025. El resto estaban vacías.

En esa única cama descansa Mayra García, una hondureña de 36 años. Al momento de esta conversación la aquejan síntomas de una gripe. El sudor perlaba su frente, no sabía si por el resfriado o por los 37 grados a las 11:30 de la mañana. Debido a las lluvias, el calor no se siente «tan fuerte», dijo.

Mayra salió de Honduras el 21 de julio de 2025 de la terminal de buses de San Pedro Sula hacia Guatemala. Desde que abordó el autobús supo que todo era diferente, iba casi vacío. Recordó la primera vez qfue intentó cruzar la frontera con Estados Unidos en 2021. En esa ocasión el bus iba lleno con personas de pie y todas tenían como destino intentar cruzar Guatemala para llegar a Tapachula. Esta vez eran cinco personas con ese propósito.

Su tránsito por Guatemala estuvo «tranquilo», pero al llegar al río Suchiate se complicó. Cruzaron en una balsa ella y su amiga que la recogió en el cruce fronterizo donde un taxista las estafó. El conductor les cobró el viaje completo desde Ciudad Hidalgo hasta Tapachula, un trayecto de 38 kilómetros, pero las dejó cinco kilómetros antes de pasar el primer retén que el Ejército Mexicano y el Instituto Nacional de Migración mantienen en la carretera. Ese día caminó nueve horas junto a su amiga, quien, pese a contar con residencia por razones humanitarias, acompañó.

El 23 de julio por la noche, con los pies ampollados, llegó al albergue Jesús El Buen Pastor. Desde 1974, el lugar sirve de cobijo a personas migrantes y refugiadas que transitan por Tapachula rumbo a Estados Unidos. Se ubica a 20 minutos en auto del centro a orillas de una carretera desolada, con pocas viviendas alrededor y grandes bodegas de almacenamiento. Es uno de los tres albergues más grandes en esa ciudad, de los ocho que registra el Gobierno de México.

Hace un año atendían hasta 1,700 personas, cuenta su coordinador, Herberth Bermúdez, mexicano residente de origen salvadoreño. Ese día el albergue Jesús El Buen Pastor acogía a unas cien personas. Herberth no baja la guardia: el lugar se ha convertido en refugio para quienes, como Mayra, reconfiguran su ruta migratoria ante las políticas restrictivas y anti migratorias implementadas durante el gobierno estadounidense de Donald Trump. Políticas cuyas repercusiones se sienten desde el norte hasta el sur de México.

El coordinador invita a conocer la nueva infraestructura construida: los baños y el comedor.

En 2021, año en que Mayra intentó migrar por primera vez junto a cinco amigos, Tapachula empezó a ser conocida como una ciudad cárcel. Así la nombraron medios de comunicación, organizaciones humanitarias y académicos, al documentar decenas de retenes migratorios rumbo al norte de México, las constantes redadas y la lentitud del proceso para obtener el reconocimiento de la condición de refugiado.

«Era imposible salir», recuerda Mayra. En esa primera experiencia apenas logró trabajar unos días en comercios de venta de productos del centro de Tapachula. «No me pagaban bien», dice. Después de veinte días regresó a Honduras.

Sus recuerdos de la ciudad no coinciden con lo que ve ahora.

La diferencia de la que habla se refleja en cifras: según la Unidad de Política Migratoria del INM, entre agosto de 2024 y agosto de 2025 las detenciones de personas migrantes en situación migratoria no regulada disminuyeron 73.46%. Antes lo intentaban 10, ahora tres. En el centro de la ciudad, lo nota cuando va a recoger la remesa, ya no hace largas filas; la espera para ser atendida es menor cuando asiste a solicitar apoyo a alguna organización para su proceso migratorio. El resto de personas lo ven en «las cuarterías», casas donde rentaban cuartos cerca del centro de la ciudad, ahora están vacías.

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Crédito de gráfica: Rafael Martínez/ Red Centroamericana de Periodistas.

 

Mayra migró de nuevo pese a las advertencias. Incluso su pareja que logró llegar a Estados Unidos hace un año le pidió que no lo intentara. «Nadie está pasando», le anticipa en sus llamadas. En TikTok (la red social que más emplea), ve videos de redadas del ICE en ciudades estadounidenses. «Yo todo eso lo miraba, pero dije: que sea la voluntad de Dios… es que yo ya no aguantaba». Su tono de voz sube cuando dice «es que yo ya no aguantaba».

Se fue de Tela, un municipio costero al norte de Honduras, donde la pandilla MS-13 «estableció una sólida base de operaciones», según cita una investigación de Insight Crime. Durante meses la acosó un pandillero que, desde distintos números telefónicos, le exigía tener relaciones sexuales. Las amenazas se volvieron cada vez más frecuentes. «Ya no podía más, por eso me fui».

Las causas del desplazamiento en Centroamérica continúan.

Al momento de compartir su historia, Mayra hacía mes y medio acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) para solicitar refugio. «Esta vez fue rápido, solo me tomó veinte minutos para que me atendieran». Cuatro años antes, la experiencia había sido muy distinta: «Tuve que hacer fila casi un día entero, hasta dormí ahí».

Se solicitó una entrevista a la COMAR, pero al cierre de esta publicación no se obtuvo respuesta.

Aunque el trámite inicial fue ágil, el proceso para obtener una resolución aún es largo. Por ahora, solo llenó un formulario con sus datos. En tres meses recibirá un correo con la fecha de la cita para la entrevista de «temor creíble», que puede realizarse en días o demorar hasta tres meses. Después deberá acudir cada 15 días a firmar en las oficinas de la COMAR mientras espera la resolución que podría demorar hasta un año.

«Voy a ajustar los tres meses y si no me mandan el correo iré otra vez. No tengo prisa. Ahorita está lento, sé de gente que ya lleva 18 firmas (unos nueve meses) y no les han avisado nada», dice Mayra, con preocupación por el tiempo de espera en Tapachula. Ella ha encontrado en el albergue Jesús El Buen Pastor un resguardo frente a la política de deportación de México. Otras personas migrantes que esperan en el albergue le advirtieron que no salga mucho, porque el INM incrementó las redadas en la ciudad.

Tapachula le sigue pareciendo una cárcel, pero aprendió a moverse dentro de sus límites.

Sale de vez en cuando a trabajar en la limpieza de casas, pero por ahora prefiere quedarse en el albergue. Espera obtener algún documento que le acredite que tiene un proceso activo en la COMAR, lo que podría evitar su deportación a Honduras. Está a cargo de preparar el desayuno, el almuerzo y la cena en Jesús el buen pastor, tres o cuatro días por semana. «Me toca un día sí y otro no, porque hay muy pocas mujeres en el albergue y la mayoría va a trabajar a las plataneras o a las tiendas del centro», cuenta.

Tapachula no es la ciudad que Mayra conoció la primera vez que migró. Aunque la habita con miedo, conserva la esperanza intacta de que en su correo aparezca el mensaje de la COMAR. Su vida se mide en turnos de cocina; una forma de resistir al encierro de una ciudad es un espacio de contención, de espera, que de nuevo la llaman cárcel.

La Tapachula que no se reconoce a sí misma

Tapachula es otra ciudad. La diferencia se percibe en el vacío, en la ausencia de las miles de personas migrantes extranjeras que solían llegar y habitar sus calles.

Esa Tapachula «distinta», como la describen las personas consultadas, se explica desde las orillas del río Suchiate, entre Ciudad Hidalgo, México, y Tecún Umán, en Guatemala. En esa corriente rápida, que debido a la temporada de lluvias su caudal es más profundo, se reflejan tanto los datos del INM como las ausencias que ahora marcan el paisaje urbano tapachulteco.

En el Suchiate, las mañanas ya no son las mismas para los balseros. José Luis, originario de Honduras, vive de cruzar en balsa ambas orillas desde hace más de veinte años. Ha visto pasar a centenares de personas de Centroamérica, Venezuela, Colombia, Haití, China y de distintos países del continente africano. Es casi el medio día y la espera de José Luis para empezar de nuevo su turno de servicio tarda más de media hora, el experimentado balsero dice que ahora es «raro» ver cruzar a muchos migrantes en un solo día.

«Desde enero bajó el número de clientes (las personas migrantes). Ahora cruzan más que nada para ir a comprar a Tapachula o Ciudad Hidalgo», cuenta. Antes los turnos no tardaban: apenas una balsa salía, otra ya estaba cargando pasajeros. Ahora, la espera puede durar varios minutos y los balseros activos apenas superan la decena.

De las cinco balsas que se mueven simultáneamente sobre el Suchiate, solo una traslada a un pequeño grupo de personas haitianas. En ese mismo lugar, en mayo de 2024, las organizaciones humanitarias reportaban hasta 400 personas al día.

Pasado el mediodía, unos metros arriba de la orilla, el puesto de control del INM y la Guardia Nacional mexicana luce inusualmente tranquilo: ningún detenido. Los agentes, sin mayor tarea, se concentran en comprar su comida.

A lo largo de la carretera hacia Tapachula, la escena se repite: retenes de la Guardia Nacional y del INM vacíos. En la ciudad, la imagen cambia ligeramente. En el parque central Miguel Hidalgo, todavía llegan algunas personas migrantes, aunque este movimiento dista mucho del de otros años. En ese momento un grupo de haitianos, recién llegados, se acomodan bajo la poca sombra que hay en el parque central. Llevan consigo sólo sus mochilas.

«Lo que estamos viendo ahora es parecido a lo que ocurría antes de las caravanas de 2018. Las personas siguen llegando, aunque en menor cantidad», describe Mavi Cruz, directora del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, una organización con 27 años de labor humanitaria en Tapachula. «Las personas migran aunque las políticas sean anti inmigratorias. No piensan en eso cuando salen de sus países en busca de seguridad»,

Cruz recuerda que el control migratorio en el sur de México se ha venido consolidando desde hace casi dos décadas. En 2006 se construyó la estación migratoria Siglo XXI (un centro de detención y cárcel migratoria) y en 2014 se implementó el Plan Integral de la Frontera Sur, que extendió los controles en la ruta hacia el centro del país.

Aunque los movimientos migratorios disminuyeron, más de una docena de retenes de la Guardia Nacional (Ejército), policías civiles y de autoridades migratorias siguen instalados sobre esa ruta. «Las restricciones para la movilidad no han cambiado», señala la directora. «Pero sí hemos visto un debilitamiento de la COMAR, menos financiamiento y más demoras». Si ya las respuestas tomaban más de lo estipulado en ley, ahora tardan más. Esta forma de contención migratoria es aprovechada por los servicios privados de trámites, los cuales crecen y suman otro riesgo a las personas refugiadas. «Eso amplía las redes de corrupción institucional», afirma Cruz.

Las políticas migratorias restrictivas del gobierno de Donald Trump, mantienen a mujeres como Mayra a la espera de ser reconocidas como refugiadas por el Estado mexicano. Es un contexto migratorio poco conocido para los empresarios locales que se enfrentan a sus propias contradicciones. El empresario Aníbal Núñez, un hondureño que llegó a Tapachula hace tres décadas y hoy es secretario de la Asociación de Propietarios y Empresarios del Centro, lo resume con crudeza: «Esta ciudad le tiene fobia a las personas extranjeras».

Esa fobia, dice, ahora se devuelve como un boomerang. Con menos personas migrantes y con la disminución de compradores guatemaltecos, la economía local se resiente. «Discutimos justamente eso en la Asociación: cómo la migración beneficiaba económicamente a la ciudad».

Aníbal habla desde una pequeña parada de autobuses colectivos, donde espera su turno para salir en ruta. Maneja tres veces por semana para compensar las bajas ventas en su negocio de decoraciones para fiestas. Sus principales clientes llegaban de Guatemala que dejaron de llegar y comprar debido a los problemas de seguridad que enfrenta Tapachula. «He perdido más del 40 por ciento de las ventas», se queja.

Según la encuesta de percepción de inseguridad que realiza el Instituto Nacional de Estadística y Geografías de México (Inegi), durante el trimestre de julio a septiembre, el 79.9 por ciento de los tapachultecos consideran que su ciudad es insegura. A lo largo del año la media de percepción ha sido del 85 por ciento.

Cree que Tapachula es una de las ciudades más caras de México. No lo afirma con datos, sino con el testimonio de un amigo cubano que paga 13 mil pesos (unos 765 dólares) al mes por una casa alejada del centro. «Aquí todo se encareció porque se hizo negocio con los migrantes. Ellos, por necesidad, lo pagaban. Pero ahora ya no hay muchos, ya no vienen y los precios se quedaron arriba».

El calor no da tregua, a pesar de las constantes lluvias de los días de septiembre, el pequeño empresario recuerda la Tapachula que encontró al llegar. «Antes no se conseguía plátano macho verde ni yuca». Hoy, gracias a la diversidad de personas que transitan y llegan a la ciudad, los mercados están llenos de esos productos.

Tapachula es también una ciudad donde se encuentra comida de múltiples lugares: puestos de pupusas salvadoreñas, baleadas hondureñas, cortadito cubano, comida haitiana, africana y sobre todo, china. Algunos, en tono de broma, la llaman «la comida típica» local. Pero es más que una broma: es la huella de las migraciones de finales del siglo XIX, cuando trabajadores llegaban a las costas del Soconusco (donde hoy se asienta la ciudad) para laborar en los cafetales y en el ferrocarril.

Se transformó por décadas con los movimientos migratorios, tanto que ahora le es difícil reconocerse a sí misma en medio de la disminución de los movimientos migratorios.

Las nuevas estrategias de las personas migrantes

Al día siguiente –jueves 25 de septiembre–, con descanso y los síntomas de gripe casi ausentes, Mayra se prepara para cocinar el almuerzo. Se levantó a las 5:30 de la mañana para preparar avena y tortas de huevo con chorizo, el desayuno de las y los huéspedes del albergue antes de salir a trabajar.

Tiene dificultades para encender la estufa y ante su intento fallido, otras dos mujeres, una guatemalteca y otra hondureña, llegan en su auxilio. Es así como la cocina se convierte en concierto de sonidos, como el que hace el cuchillo cuando toca la tabla donde pican tomates, el que hace el agua al hervir, el del arroz arroz al contacto del aceite y el agua calientes, más las risas y voces de la conversación. Hablan de muchos temas, pero el principal trata sobre cuál es la mejor ruta para llegar a Estados Unidos

Mayra lo tiene claro: esperará su proceso ante la COMAR y solo cuando obtenga los «papeles» (la residencia permanente otorgada a través del reconocimiento de la condición de refugiada), se moverá hacia el norte. Su destino ideal es el norte de México donde, según le han dicho, los trabajos están mejor pagados. De acuerdo con la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS), Baja California, Nuevo León, Tamaulipas y Chihuahua ocupan los primeros 10 puestos entre los estados con mejores salarios en México y Chiapas está en el último puesto.

Su plan es sencillo: avanzar poco a poco. No le importa cuánto tiempo le tome; por ahora puede sobrevivir en Tapachula con el apoyo del albergue y de su compañero.

Mayra se mueve por toda la cocina como si tuviera los movimientos ensayados, dice que busca la pasta para hervir, ese día preparará coditos con salsa roja. Ella comenta que ha escuchado de rutas terrestres y marítimas, pero no quiere tomarlas. «No son seguras, menos para una mujer. Algunos coyotes me cobran 7,000 dólares para cruzarme desde Ciudad Juárez hasta Oregón, pero no quiero. No es seguro ahorita». En tono sereno sentencia: «pues voy a esperar, paciencia tengo». La conversación, sin aviso, cambia de rumbo y se vuelve más personal, sobre su vida sentimental.

El plan de Mayra es el de la mayoría.

Esperar, estabilizarse, acumular recursos y moverse poco a poco es la nueva forma de migrar. Pero no la única. Las caravanas siguen siendo una forma de protesta ante las trabas impuestas por la COMAR que impiden a muchas personas refugiadas obtener documentos para movilizarse y trabajar en México.

El 1 de octubre salió la última caravana, con alrededor de mil quinientas personas. Su objetivo no era cruzar la frontera norte sino llegar a la Ciudad de México, trabajar y agilizar sus procesos ante la COMAR.

América Pérez, coordinadora del Servicio Jesuita a Refugiados (JRS, por sus siglas en inglés), habla de cómo las dinámicas migratorias cambiaron drásticamente. «Ahora muchas personas planean quedarse en México por unos cuatro años, ya sea en la Ciudad de México o en estados del norte, siempre con la esperanza de entrar a Estados Unidos».

ACNUR, la Agencia de la ONU para las personas refugiadas, ha aplicado 1,490 encuestas en lo que va de 2025 a la población que ingresó de manera irregular a México. Los datos preliminares, los cuales recabaron información de 3,016 personas de más de 15 países, destacan que el 66% de los encuestados mencionó a México como destino y solo el 31% mencionó Estados Unidos. El 73% de estas personas reportó no contar con documentos migratorios del sistema de asilo mexicano.

Mavi Cruz, del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, y América Pérez, del JRS, coinciden en que podrían reactivarse rutas marítimas. Desde las costas del Pacífico en Chiapas hacia Oaxaca, son trayectos peligrosos. Investigaciones del diario El País México, con base en denuncias de familiares revelan que al menos 64 personas migrantes desaparecieron entre septiembre y diciembre de 2024 al intentar recorrer esa vía.

Aunque los canales formales para avanzar en los procesos migratorios se cierran cada vez más, Cruz y Pérez sostienen que aún existen las rutas menos controladas y más peligrosas. «Que haya menos personas migrando no significa que ya no haya migrantes», subraya Cruz. «Esa invisibilidad los deja en mayor riesgo», explica la defensora para mostrar cómo la narrativa sobre la disminución elimina del foco público quienes como Mayra y sus compañeras de cocina migran.

En tanto, en el albergue El Buen Pastor, una familia venezolana de cinco integrantes llega a pedir resguardo y cobijo. En la cocina, Mayra conversa sobre su vida, sus planes a futuro con su pareja en Estados Unidos y sobre sus recuerdos del sabor y olor del pescado frito, su comida favorita en Honduras.

A inicios de octubre Mayra recibió el tan anhelado correo de la COMAR y a mediados de noviembre había asistido a firmar para que quizá en algunos meses escuchen la razón de su solicitud de refugio, el motivo de su miedo que la hizo huir. El vapor y calor que emana de los alimentos en el fogón aumenta el calor en la cocina. Mayra habla sobre su espera –le parece eterna– en Tapachula, porque no sabe cuando tendrá fin. Mueve la cabeza a manera de convencer o converse de que el retorno a su país no es opción. Que la espera es su única opción.

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Crédito: Rafael Martínez/Red Centroamericanas de Periodistas

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