Están en una audiencia judicial cuatro tipos: Martín Alejandro Mejía, Alberto Barrios, José González y Julio López, todos mal encarados expolicías que fueron capturados en lugares muy lejanos de la ciudad.
Son acusados de torturar a dos personas (Alfredo Guerra y Gonzalo Cifuentes) salidas de la nada para que frente a las cámaras de televisión aceptaran haber asesinado al detective José Miguel Mérida Escobar.
Mérida Escobar investigó la muerte de la antropóloga Myrna Mack. Luego de entregar el informe al juzgado en el cual culpaba del crimen a miembros del Ejército, él mismo profetizó poéticamente su propio asesinato: «Al entregar este documento estoy firmando mi sentencia de muerte».
Así fue. En el parque Gómez Carrillo, cerquita de su trabajo en el palacio de la Policía, fue abatido por agentes de la misma Policía, quienes rápido inculparon a Guerra y a Cifuentes, que nada tenían que ver con la historia, pero que por las palizas dijeron falsas verdades.
Luego ambos salieron libres por las pruebas incongruentes aportadas por la Policía. Cifuentes fue ultimado a balazos frente a una panadería y Guerra pasó a ser un desaparecido más.
La parte que evoca similitud con la novela El señor presidente es que las autoridades emprendían las torturas de modo tal que las víctimas aceptaran mentiras a cambio de salvar su vida, aunque esa salvación fuera momentánea.
En El señor presidente, el Mosco no lo logra. Era un mendigo sin piernas que vivía en el Portal del Señor. Vio que una madrugada el Pelele (un desquiciado pordiosero que dormía a su lado) había matado al amigo del presidente (el coronel Parrales Sonriente). Y por eso al ser capturado dijo la verdad: había visto cuando el Pelele, preso de su locura, lo había asesinado.
Pero los oficiales de inteligencia no querían escuchar eso. Ellos sabían lo que había ocurrido, pero necesitaban un testigo que inculpara en el crimen al enemigo a muerte del señor presidente, Eusebio Canales. Pero el Mosco no lo dijo. Y ellos lo torturaron amarrándole los pulgares a dos cuerdas que caían del techo. El Mosco no flaqueó y por eso su torso sin piernas terminó sin vida en el calabozo policial.
En la vida real, los tipos a los que se inculpó de la muerte de Mérida Escobar mintieron frente a las cámaras (aunque ante el juez lo negaron). No tuvieron esa valentía literaria que retrata Asturias en el personaje del Mosco, de aguantar las torturas sin mentir, y de igual forma terminaron víctimas del aparato estatal.
Con la captura de estos policías, el caso Mack completa un círculo de terror auspiciado por las fuerzas del Estado. Myrna Mack fue asesinada en 1990 por dos especialistas del Ejército porque se la responsabilizó de haber redactado un comunicado (que no escribió ella) en el que se visibilizaban las Comunidades de Poblaciones en Resistencia (CPR).
El problema es que el Gobierno se empeñaba en negar la existencia de estas poblaciones para que no se internacionalizara el conflicto, lo cual habría permitido el ingreso de la Cruz Roja a verificar el estatus de desplazados de comunidades que se manifestaban contra la violencia tanto de la guerrilla como del Ejército.
La estructura contrainsurgente no perdonó ese texto y Myrna Mack fue emblemáticamente acuchillada el 11 de septiembre de 1990 en la 12 calle de la zona 1, una calle que lleva su nombre.
De esas épocas para acá, la situación del país ha cambiado, pues estamos conociendo esta historia y escribiendo sobre ella. No nos están matando por eso, y estos agentes están siendo juzgados por el Tribunal de Sentencia de Mayor Riesgo C, presidido por Pablo Xitumul, una garantía procesal que no tuvo ninguna de las víctimas del conflicto armado.
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