Aunque Plaza Pública planea eventualmente compartir un video del foro, aprovechando que hoy, 25 de abril, se cumple un año de la primera manifestación multitudinaria que dio pie a toda una bola de nieve social, política y cultural —que no hemos terminado de desenmarañar—, aprovecho para compartir el texto que escribí para esa ocasión y que, por cuestiones de tiempo y ansiedad (en esos días estaba padeciendo una crisis de ansiedad y pánico que ya está ahora bajo control médico), no pude leer completo. Como siempre, sus aportes de todo tipo como lectores/interlocutores son bienvenidos (y, conste, «bienvenidos» no significa en absoluto que no puedan ser rebatidos por mí si eso deseo).
Las preguntas a responder en el foro eran las siguientes: ¿hacia dónde va la protesta?, ¿cuál es el futuro de aquel estallido?, ¿tenemos explicaciones por las que tantos decidieron tomar la plaza?, ¿hay un futuro después de aquellas manifestaciones?, ¿cuál es? y ¿hacia dónde debería canalizarse la energía? Tratando de responderme y responderlas, esto escribí:
«Recuerdo —y hasta puedo oler, creo— el 25 de abril de 2015 como si hubiera sido ayer. Una querida amiga residente en ese entonces en Honduras vino a Guatemala exclusivamente a participar. Llegó a mi casa, cerca de la plaza, y nos fuimos juntos. La emoción era tangible, latente, pero no sabíamos qué esperar. ¿Cómo saberlo? Todas las probabilidades iban hacia lo de siempre: una convocatoria bienintencionada en una coyuntura importante, pero una manifestación con apenas los de siempre, con suerte cincuenta personas. Y no fue así. Una plaza llena nunca antes vista por mi generación, nunca vista por otras generaciones de antes ni por los chavitos de ahora. Las fotos tomadas por los drones de los medios mostraban en los días posteriores un gentío que hasta hacía muy poco envidiábamos al ver en otros países. Carteles con consignas de toda clase, desde serias hasta panfleteras, piñatas creativas y esforzadas, cantos, vuvuzuelas, colores, diversidad… Por varios meses la exigencia ciudadana se intersectó con la fiesta de sentir que la unión y la conciencia ciudadanas eran posibles. Hasta que de pronto no quedó más que la fiesta y fue obvio que al Gobierno en nada afectaba permitirlo. Y hasta se veían democráticos y generosos haciéndolo. Por supuesto que el presidente y la vicepresidenta renunciaron a su puesto y están hoy presos como merecen ellos y muchos —demasiados— otros. Pero, según yo, achacar ese hecho a las manifestaciones, cuando en la que más gente hubo —en el mal nombrado paro del 27 de agosto— no estuvo siquiera representado el 1 % de la población y se limitó casi exclusivamente a población capitalina, no deja de parecerme estorbosamente iluso.
»No digo eso, que quede claro, para desvirtuar y anular lo ocurrido en las plazas —porque no fue solo la de la capital—, sino para procurar encontrarle su justo lugar. Y, para mí, su justo lugar es simbólico y en el plano moral. Eso no hay que confundirlo. No lo hace menos importante. Es trascendental y mucho, pero sus efectos son otros, quizá todavía sin florecer manifiestamente. La sensación temporal si quieren, pero real, de unión. La promesa de una posibilidad de preocupación ciudadana. No es poca cosa que la Guatemala urbana, históricamente apática por diversos motivos, incluyendo los muchos miedos sembrados durante 36 años de guerra declarada y 18 de guerra disfrazada, se tomara la molestia de salir de su casa algunos sábados para ir, faltaba más, al infame centro histórico a media tarde, bajo sol abrasador unas veces y bajo lluvias torrenciales otras. Para cuando empezó a hacerse notoria y más diseminada la necesidad de analizar por qué tanta gente y tanto ruido resultaban, paradójicamente, inútiles, ya la atomización del movimiento —y conste que no me gusta mucho el término, porque fue más bien un conglomerado de innumerables movimientos, incluso individuales, y eso fue parte del problema—, ya la ilusión y la sensación falsa de poder [«logramos echar a la vice», decían] habían cegado a muchos, además de inflar más egos de lo necesario. A quienes hicieron disensos críticos, hasta personas —queridos y respetados amigos míos, incluso— usualmente más pensantes y menos viscerales atacaron con saña. Ignacio Laclériga, Mario Roberto Morales y Marcelo Colussi, entre otros, tuvieron más matices de los que les reconocieron con tal de fingir que estábamos en medio de una primavera que, seamos honestos, nunca siquiera ofreció llegar. Yo mismo perdí un par de relaciones en ese proceso (y me alegro, la verdad).
»¿Por qué tantos decidieron tomar la plaza? Por el hartazgo, sin duda. Los matices, sin embargo, deben explorarse para comprender el hartazgo a qué y por parte de quiénes. Y pareciera ser allí donde las respuestas se tornan menos esperanzadoras. Y es que no todo fue tan chilero como las portadas y los instagrams y los tuits querían pensar: yo, que desde el principio me di la vuelta por la plaza prefiriendo explorar a los visitantes no usuales que estar con los amigos de siempre, podía ver claramente la nada sorprendente falta de sentido crítico. Ciertas facciones politiqueras de derecha y de izquierda haciéndoles ojitos a la fama y a los nuevos votantes. La llamada sociedad civil con sus acostumbradas buenas intenciones, pero absoluta desconexión del ciudadano común. Ese ciudadano común —el temible buen chapín— servil a la soberanía del machismo, del clasismo y del racismo haciendo gala de sus dogmas cavernarios en pancartas y consignas. La desproporcionada importancia que se daba a temas superficiales respecto a los problemas de fondo, que seguían siendo destapados a lo largo de los meses y también seguían ocurriendo como siempre, como si nada. De Cacif, Ejército, justicia transicional, apenas los mismos pocos pelones de siempre que no logramos llenar ni una esquina. Eso sí, todo bajo el argumento de la no violencia: Dios guarde hacer una pinta y no se vayan sin recoger la basurita, porfis. Contra Baldetti —la vulgar arribista—, todo mundo. Por los fallecidos en el IGSS, casi nadie. Por el río La Pasión, apenas una o dos pancartas en una o dos manifestaciones, de las que menos gente tuvieron. Menciones, agradecimientos e inspiraciones de las centenarias resistencias indígenas rurales, nada: ellos seguían y siguen siendo terroristas huevones y estorbosos que se oponen al progreso (término más cínico).
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»Prueba de la absoluta carencia de sentido no solo crítico, sino común: nuestro flamante actual presidente, don Black Pitaya que no es harina. No debió haber elecciones y, sin embargo, ganaron los verdaderos retorcedores de la ley apoyados por las hordas de legalistas que nunca han abierto una ley. Qué coincidencia tan conveniente, ¿no? Se mantiene el statu quo mientras los ladinos urbanos —o sea, los ciudadanos visibles— se abrazan unos a otros gritando con lágrimas en los ojos que «Guatemala ya cambió». Y no. No podemos ni debemos pretender que hubo un cambio de fondo cuando ni siquiera fue de forma, sino solo de dirigentes del barco, bajo exactas las mismas lógicas y tal vez incluso bajo otras que ya habían dejado de usarse. Ganó, después de todo, un partido fundado por militares contrainsurgentes. Resulta entonces que usar frases como «los días de primavera», «Guatemala ya cambió», o referirse a «la vieja política» [¿y dónde putas está la nueva, pues, que yo no la veo?] resulta no solo ingenuo, sino nefasto. No es difícil, y es nuestra responsabilidad remarcar que, más que dar esperanza y ánimos, esto resulta en palmaditas de autocomplacencia en la espalda que no se diferencian en mucho del discurso de positivismo lindo pero vacío estilo Guateámala y Guatemorfosis, que, encima de todo y peor aún, no son sino mercadeo neoliberal. No, no podemos darnos el lujo de no entender que, en efecto, ver el vaso medio lleno aniquila la urgencia de volverlo a llenar.
»Cualquier movimiento revolucionario —den el matiz que quieran a esa palabra— sin respaldo popular será infructuoso, condenado a un aborto espontáneo desde su concepción. Pero cualquier respaldo ciudadano a los intentos de sacudir las estructuras de este sistema corrupto será infructuoso sin una ciudadanía crítica y, por ende, consciente de esos problemas estructurales.
»La respuesta, aunque suene cliché, está en la educación, en la formación de masa crítica y consciente. El sistema educativo tradicional está innegablemente cooptado, si no es que enteramente inutilizado, por el desgaste privatizador y por el intelicidio neoliberal [que suenan a dos cosas distintas, pero son la misma cosa], aunque las universidades podrían, quizá, medio alumbrar el camino [estamos en un foro del medio periodístico de la URL, por ejemplo], pero ciertamente no podemos contar con que así será. Nos toca, por ende, utilizar las herramientas existentes —las hay, y muchos las tenemos a nuestro alcance, aunque nos jodan con que ser de izquierda debería significar carecer de smartphone, como si los no cristianos tuviéramos que hacer votos de pobreza o como si la lucha por salarios justos y vida digna no tuviera por qué incluirnos, como si estuviéramos obligados a rehuir de nuestra historia personal— [regreso: nos toca utilizar las herramientas existentes] para sembrar ideas y absorber otras, para dialogar, para debatir. Las redes sociales no tienen por qué servir exclusivamente para husmear fotos de bodas ajenas o tirar caca a quien por el motivo que sea nos caiga mal ni el internet solo para disfrutar porno (nada contra la porno; Diosa la bendiga). Las redes sociales en toda su diversidad son perfectas para ello, para plantear problemas, críticas y hasta —válgame Dios— propuestas (sin que la propuesta literal sea obligación, como creen los cazacangrejos), sea de forma literal y extensa, con comicidad y sarcasmo, resumidas en tuits o a través del arte, de imágenes, de memes… La posibilidad es clara, concreta y tangible. Radios en línea, cursos en línea, blogs periodísticos, revistas, incluso, con los fondos suficientes. Más, muchas más Plazas Públicas grandes y pequeñas, formales e informales. Que con ayuda de profesionales y comunicadores aprendamos juntos de historia, economía y derecho; leamos y discutamos la Constitución actual y la que podría venir en el momento conveniente, los acuerdos de paz que jamás se cumplieron, el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico y, cuando valga la pena para desenmascarar y comprender problemas estructurales, también algo de coyuntura.
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»La sorpresa: eso ya está ocurriendo. Existe, aunque a menos escala y ciertamente con menos ruido, el deseo de ir más allá. Independientemente de lo fructuoso o infructuoso que resulte, este paso es para mí más importante que protestas vacías, meras moloteras, aunque debo reconocer que tal vez son su consecuencia natural. Hace tres semanas fui testigo de un grupo de jóvenes de distintos municipios de Sacatepéquez que se conocieron en las protestas del año pasado y que ahora, guiados por una ONG, estudian los procesos legislativos buscando profundizar para converger en planes de incidencia ciudadana sobre los diputados que los representan. Desde hace un par de meses funciona la Radio Urbana Radicalmente Democrática, que se transmite por internet y a la que le dedican sus creadores muchísimo tiempo y esfuerzo.
»Poco a poco se va revelando el surgimiento de nuevos grupos genuinamente interesados en la política —algunos en la partidista, otros no; algunos más idealistas, otros más pragmáticos—. Y, en efecto, creo que es hacia allí adonde debe ir la protesta. Y con pasitos pequeños, pero está empezando a ir y mejor sin las irritantes vuvuzuelas. El clavo seguirá estando en buscar cómo involucrar a todos esos guatemaltecos cuya vida precaria —sea en tiempo, sea en dinero, sea en ambos— les impide, por ejemplo, estar sentados en este foro».
O leyendo Plaza Pública, agrego hoy.
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