Parte del aprendizaje consistía en presentar al jefe de servicio el caso de un paciente. Exponer toda la sintomatología que presentó y lo llevó al hospital en primera instancia, qué procedimientos diagnósticos se efectuaron, para luego proponer los diagnósticos diferenciales –la gama posible de enfermedades conocidas– que podían encajar con los signos y síntomas evaluados.
El que acertara el diagnóstico pero propusiera una ruta terapéutica inapropiada o altamente invasiva como primera opción, fallaba tanto como aquel que no tenía ni idea de qué tenía su paciente. Contaba el procedimiento (como llegas al diagnóstico), el resultado intermedio (la ruta terapéutica óptima) y, no digamos, la curación del enfermo.
Quienes a la fecha no compartimos que reformar la Constitución sea la ruta terapéutica más idónea –ni la primera opción– para curar el cáncer que corroe al Estado, quisiéramos ver un proceder parecido.
Y es que no es para menos: La Constitución Política de 1985, con sus candados y contradicciones, contiene un pacto fundamental: Es el compromiso del Estado de dejar atrás su finalidad contrainsurgente, para dar prioridad a la realización de los derechos de la ciudadanía y mejorar nuestro bienestar. ¿No creen ustedes que más de 200,000 víctimas, 50,000 muertos, 45,000 desaparecidos durante el conflicto armado interno y una generación entera de guatemaltecos que han tenido el privilegio de crecer bajo su sombra, sin saber qué es un golpe de Estado o un toque de queda, se merecen que se haga una reflexión detenida sobre el presunto diagnóstico y se convoque a un proceso amplio e incluyente?
Una Constitución que garantiza derechos requería forjar un Estado garante de los mismos. Pero, el destino, junto con aquellos que se resisten a perder sus privilegios, nos jugaron la vuelta. Paralelo al proceso de democratización, avanzó la implantación de las medidas de Ajuste Estructural de las economías que dieron prioridad al restablecimiento de la estabilidad macroeconómica y la reducción del déficit fiscal. Pagar la "deuda social" pasó a un segundo plano y la economía tampoco creció como se esperaba.
En lugar de fortalecer los ministerios, se afianzaron, con el soporte de los organismos financieros internacionales, los instrumentos paralelos de gestión tipo fideicomisos y fondos sociales. Hacer "más eficiente al Estado" era la consigna. ¿Estuvo esto mandado en la Constitución o más bien, fueron decisiones de los políticos de turno, que luego fueron viendo rentable trastocar ese tipo de medidas para sus propios intereses?
Diez años más tarde se repitió la historia. A la par que se firmaba la Paz, el mismo Estado que la suscribe abraza las medidas del Consenso de Washington, que terminaron de debilitar y desmantelar, en muchos casos, los ministerios que debieron haber entregado los bienes y servicios que requería la población.
Más que comenzar con cambiar la Constitución, debieran revisarse y derogarse las medidas e instituciones de la era neoliberal que ya no funcionan más. La mayoría está inscrita en leyes ordinarias, códigos y reglamentos de menor jerarquía. Debieran aprobarse leyes largamente estacionadas en el Congreso, como la de Servicio Civil o la de Desarrollo Rural.
Ninguna reforma puede sustituir la aplicación rigurosa y sin sesgos de las leyes vigentes, lo cual no solo implica sanciones cuando ya se cometieron faltas, sino desarrollar los sistemas de gestión pública y sus instrumentos. Esta ruta terapéutica es indudablemente, menos "sexy" y más tortuosa, pero podría ser mucho más efectiva para cerrar los poros al paso de la corrupción y el mal uso de los recursos.
Las mejoras obtenidas tendrían efecto directo sobre la gente, lo que daría una legitimidad sin precedentes para emprender otro tipo de acciones más audaces. Serían indudablemente, un remedio más efectivo y menos amargo que ver cómo el oprobio de Congreso que tenemos, y otros oscuros intereses, se deleitan terminando de ajustar nuestro Estado a su medida, sabor y antojo.
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