Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos
…
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos,
y sé todos los cuentos.
León Felipe, Sé todos los cuentos
A principios de los años setenta, en medio de la represión descarnada que se organizaba en contra de la Universidad de San Carlos de Guatemala, surgía la Universidad Francisco Marroquín.
Las élites económicas del país, que no movieron sus influencias para detener este indignante baño de sangre, aspiraban a crear una intelectualidad que defendiera sus intereses y perspectivas. No se puede negar que este objetivo fue logrado; hasta la fecha, muchos miembros influyentes de esta sociedad siguen de manera fanática las ideas que, a la par de encubrir el gran robo de las privatizaciones, aún tienen la presencia suficiente para motivar “visiones” ficticias de país. Estas visiones, débiles ante la reflexividad crítica, no se disuelven tan sólo porque son repetidas con el talante más dogmático, a menudo en columnas que, huérfanas de ideas, repiten la misma historia de manera machacona.
Pues bien, tal vez conscientes del agotamiento de su discurso neoliberal, que admite variantes que suelen competir quizás sólo en dogmatismo, nuestras élites se han propuesto relanzar su histórica superficialidad con una escuela de gobierno. Es interesante contemplar cómo esta propuesta se genera en un tiempo en el cual los poderes económicos, de los que nuestras élites aspiran a ser satélites, preparan una nueva acometida contra los bienes comunes (especialmente el agua) que necesitan ser “concesionados” para calmar la insaciable sed de riqueza que caracteriza a los poderes que hegemonizan la actual “gobernanza” global.
Los cuentos que nos cuentan, desde luego, convocan un indignante déjà vu. Los promotores de dicha escuela nos repiten, por ejemplo, que tal institución carece de un programa ideológico; pero sólo basta notar el virtual apadrinamiento de un político tan deplorable como José María Aznar para saber de qué calibre es la maniobra ideológica. Un nombre impresentable en el ámbito español por sus ejecutorias ignominiosas, pero apto para un país cuyas élites asumen con naturalidad su vocación de paca y reciclaje.
Dado el signo de los tiempos, es claro que negar matices ideológicos es ya un enunciado motivado por el deseo de dejar en la penumbra lo verdaderamente fundamental. Protestar contra la injusta globalización actual supone plantear ideas, proponer alternativas que cuestionen la misma idea de neutralidad. Una de las tareas posibilitada por este sesgo ideológico es registrada en la misión de esta escuela: crear una “verdadera tecnocracia”. Alisdair Robert en su The Logic of Discipline (Oxford University Press, 2010) muestra las maneras en que la arquitectura institucional del capitalismo global ha sujetado las medidas de independencia (tecnocrática) a los mercados financieros globales. Esta hegemonía tecnocrática sólo garantizará la profundización de los despojos que crean la brutal desigualdad contemporánea.
Esta visión cientificista se basa en la maniobra de pintar de “ciencia dura” lo que no es más que una aglomeración, pegada con saliva, de disparates y generalizaciones sin sustento histórico. En nombre de una aplicación de “verdades” supuestamente probadas por la historia y los hechos, este mamotreto teórico aspiraría, en un momento dado, a desplazar las visiones indígenas que, recuperando zonas importantes de nuestra experiencia histórica, pueden inspirar los nuevos movimientos sociales. A la luz de tales construcciones “científico-tecnológicas” se puede llegar a declarar como mitos las propuestas discursivas de los nuevos movimientos sociales. Tales esfuerzos no reparan, desde luego, en los mitos (ahora sí de plano negativos) del libre mercado y su divertida metáfora de la mano invisible.
Esta escuela asume, de una manera que refleja una autoestima coja, la defensa de los valores de “una democracia republicana, representativa y respetuosa de los principios de libertad, justicia y propiedad”. Pero a estas alturas de la historia ya se sabe el significado real de estas palabras: la libertad no es sino sujeción a los dictados del mercado; la defensa de la propiedad es un “valor” tan preciado que incluso justifica la colaboración en aventuras genocidas y sus posteriores tareas de justificación y negación. En esta perspectiva, el mismo Estado muestra su crisis de legitimación; limitado a ser agente de represión para imponer las agendas de las élites de poder de la gobernanza global.
No puedo dejar de mencionar que me conmueve el nuevo espíritu republicano que entusiasma a nuestras élites. Y es que la ideología republicana insiste en el desarrollo de la virtud ciudadana, en especial en los grupos dirigentes. ¿Pero en dónde están las élites virtuosas que van a sacar adelante a este país, a la luz de tanta historia de infamia? ¿En dónde está la virtud, cuando se tiene el deshonor de negar los crímenes más horrendos que registra nuestra historia reciente? ¿En dónde está la dignidad cuando se actúa con tanta desvergüenza? Esta supuesta altura moral no encaja con la vocación por la injustica que ha sido la motivación principal de las élites que nos han dominado a lo largo de la historia.
No es de desdeñar la posibilidad de esos nubarrones en nuestro futuro: se trata de hacer que los líderes políticos y los tecnócratas egresados de la Escuela de Gobierno se conviertan en los cuadros dirigentes en un tiempo crucial para la viabilidad de nuestro país como una sociedad realmente humana. Frente a este preocupante escenario es necesario fomentar una sociedad reflexiva que se oponga a la arrogancia neoliberal guatemalteca. Y es que, en el decir de Carlos Pereda, la arrogancia no consiste sino en afirmar con discursos simplificadores que se necesita más de lo mismo, aun cuando la realidad diga lo contrario.
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