En cierta medida esta perplejidad supone un déficit de comprensión: no terminamos de entender el camino que lleva del reconocimiento de la altura moral del hombre a una praxis política que sea capaz de cambiar el signo ominoso de una globalización dominada por los señores del dinero.
No puede negarse que esta experiencia paradójica se hace más acuciante por el hecho de que seguimos conceptualizando la política en categorías que no se afianzan en la conciencia humana. Embebidos en sistemas partidocráticos, hemos aprendido a sobrevivir en un sistema de marginación global que neutraliza la conciencia para acostumbrarnos a la exclusión de un contingente cada vez mayor de personas de la comunidad de la vida. Thomas Pogge clava un recordatorio en nuestra espíritu: el orden económico global vigente desde el final de la Guerra Fría supera los campos de exterminio nazi en lo que respecta a la capacidad de matar con eficiencia: el hambre y las enfermedades han llevado a la muerte a más de 360 millones de personas, un número mayor al total de víctimas causadas por todas las guerras, internaciones y civiles, y la represión gubernamental del siglo pasado.
Resulta menos evidente que esta catástrofe global se enraíza en la introyección de los valores del mercado en la psique humana. El individualismo descarnado de nuestros días corroe los vínculos que en otro tiempo llevaban a la acción colectiva emancipadora; mientras llega el momento de nuestro propio naufragio, el guion ideológico nos impide volver la vista ante la tragedia del prójimo. La misma denuncia puede precipitar la caída en el abismo.
Ahora bien, el individualismo extremo surge del eclipse de la reflexión profunda. Por lo mismo, superar el déficit de profundidad de nuestros ejercicios políticos demanda viajar reflexivamente hacia el centro de nosotros mismos. Viajar al fondo de nuestro propio ser es tan fundamental que Ortega y Gasset postulaba que el atributo esencial del hombre era la posibilidad de meditar. En contraposición al ser humano, el animal vive siempre alterado, esto es, atento a lo otro que él, a ese entorno del cual puede venir el peligro al que hay responder inmediatamente para seguir viviendo. El ser humano, a diferencia del animal, puede ensimismarse, es decir, volverse sobre sí mismo para poder examinar el propio ser. Para ilustrar estas reflexiones, Ortega nos describe a los simios en un zoológico: notaba como éstos parecen vivir perpetuamente fuera de sí, esto es, alterados. ¿Es descabellado comparar la escena política contemporánea —más aún la nuestra— con un zoológico?
Reflexionar es una nota esencial del ser humano, del mismo modo en que lo son su animalidad política, su naturaleza comunitaria y su capacidad de dialogar. Estas notas se articulan de manera precisa para poder concluir en que la genuina política lleva a la realización colectiva de la dignidad humana. Sólo desde el esfuerzo meditativo que efectuamos en comunidad se pueden identificar los caminos que debemos seguir para poder humanizar nuestras formas de vida.
Ahora bien, viajar reflexivamente hacia nuestra interioridad nos lleva a una política substantiva. Implica comprender que no podemos ser sin los otros; la experiencia del prójimo es simultánea con el reconocimiento de ciertas responsabilidades que limitan nuestra irreflexiva libertad. Trasladarse al fondo de la conciencia supone reconocer la igualdad profunda que nos constituye como seres humanos. Por lo mismo, pensar de manera crítica nos hace ver que nuestra humanidad recibe una afrenta con cada ser humano que sucumbe ante la injusticia.
La reflexión política nos indica el camino que lleva de la dignidad hacia el orden político. Partimos del reconocimiento de nuestra participación como engranajes en la terrible maquinaria global que está triturando al género humano. Este primer momento lleva al reconocimiento de la responsabilidad política, la cual, como lo postuló la desaparecida feminista norteamericana Iris Marion Young, demanda cuestionar la propensión humana a guiarse, de manera no crítica, por reglas y convenciones establecidas. Ahora bien, dichas reglas y convenciones no se pueden desarticular con actos aislados: la verdadera conciencia, por su naturaleza comunicativa y solidaria, implica el intento de hacer desembocar la propia insatisfacción en esos movimientos sociales que buscan cambiar las estructuras injustas.
En conclusión, un ejercicio político humanista demanda defender la integridad del ser humano en todos los ámbitos del sistema social. Exige estar alertas para identificar las estrategias que dirigen a la progresiva deshumanización de nuestro propio ser. No es extraño que una de las artífices de este sistema de injusticia global, Margaret Thatcher, afirmara que la economía se reducía a un método, porque lo que se buscaba al final era cambiar el alma.
Frente a la ignominia de un ejercicio político que toma por hecho nuestra estupidez colectiva, constituye un ejercicio de esperanza el surgimiento de movimientos sociales y ciudadanos que exigen, para decirlo en términos de Levinas, la interrupción ética del actual ejercicio político. Estos movimientos deben tener presente el sentido más hondo de solidaridad para obstruir el surgimiento de esos autoritarismos por los que amenaza filtrarse el virus del individualismo. Tal vez así empecemos a liberarnos, de una vez por todas, de esa casta política degenerada que intenta gobernarnos únicamente para poder satisfacer los impulsos irracionales que los esclavizan.
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