Cruzamos riachuelos, bamboleamos y rebotamos dentro de las cabinas a causa de las llagas abiertas que mostraban los caminos. Poco a poco nos adentramos y nos dejamos tragar por ese verde, en realidad por esos verdes, porque son muchísimas (una explosión más bien) las tonalidades de verde que dan cuenta de una naturaleza poco molestada. Laderas salpicadas de casas de adobe, un campesino arreando cabras cada tanto, de vez en cuando un grupo de mujeres cargando bultos, todos sin prisa, pero sin pausa.
Después de varias horas, y ya con el sol encima, finalmente llegamos. Combinación de visitantes lejanos con listas de preguntas y guías locales que sabían reconocer los cerros con intuición de guerrillero. Eso sí, todos íbamos llenos de necedad por encontrarnos con el instinto de sobrevivencia y de organización que se supone que germinan siempre, aun en las condiciones más agrestes.
Nos recibe un grupo de pobladores de un caserío pomposamente llamado aldea. Desmontamos y a pie comenzamos a subir a la casa de uno de ellos. Luego, a sus huertos, repartidos en el entorno. Nos enseñan sus técnicas. Nos platican de sus sueños. Nos preguntan qué pensamos y cómo se hace esto en otras partes. Volvemos a la misma casa, donde ahora un grupo de mujeres prepara una comida, signo inequívoco del agradecimiento del pobre: compartir fogón y mesa, agasajar al forastero con su mejor alimento.
Del fondo aparece una anciana pequeñita y discreta, con mirada calma y profunda. Ella es doña Carmela, me dijeron. Es la que tiene más años aquí y todavía se mantiene activa. Le gusta ir a todas las cosas y a todos lados. Si pudiera, ¡se treparía a los árboles con nosotros!
Irradiaba un magnetismo que hizo que me acercara y arrodillara para poder hablarle, pero sobre todo para poder escucharla. Tomó mi mano y sonrió mostrando sus pocos dientes. Hizo una discreta reverencia con la cabeza: su forma de dar las gracias por la visita que les estábamos haciendo. Se agarró del brazo de una muchacha que pudo haber sido ella misma hace 70 años y entró a sentarse en una silla a esperar. Esperar, sí, con esa certeza de quien sabe que tiene que mandar un recado aprovechando que el mensajero anda cerca.
Llegado el momento, habló con ese lenguaje atemporal de Rulfo y su Comala. Se refirió de modo respetuoso pero impersonal a esa actitud constante que por años los ha ignorado (todavía hoy, en el centenario de aquella Constitución hija de una revolución que con las décadas ha ido perdiendo su mayúscula): el clamor por la tierra y el desarrollo del campesino.
«A usted, que lo oyen en otras partes, dígales que no se olviden de nosotros los pobres». Le prometo que daré su recado, le dije. Volvimos a darnos la mano y nos dijimos adiós con la certeza (ella) de haber mandado de nuevo su mensaje, con el temor (yo) de que vuelva a caer en tierra estéril y oídos sordos.
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