Hay que poner en tela de juicio la emotividad que surge de las redes sociales, del reparto de likes y de cuanta gente compartió la canción por la paz realizada por lo mejor de los artistas colombianos. Al momento de la toma de decisiones, lo que cuenta no es la emotividad digital, sino, como dicen los viejos taurinos, los que parten plaza.
¿A quién culpamos por el resultado de la consulta ciudadana del pasado domingo en Colombia?
Resulta demasiado fácil culpar a la democracia burguesa y al discurso hegemónico. Si bien es cierto que Álvaro Uribe no tiene amigos, sino lealtades muy bien cimentadas, un discurso hegemónico incentivador del miedo hubiese tenido la capacidad factual para evitar un 62 % de abstencionismo. Un discurso hegemónico hubiese modificado las condiciones estructurales de la cartografía electoral. La matemática de la elección demuestra que, de 34 899 945 colombianos habilitados para votar, solo acudieron 13 053 364, de los cuales 6 367 862 votaron por el sí y 6 428 487 por el no. Si bien el plebiscito superó su umbral de aprobación, no se nos olvide que en el diseño de este se redujo el umbral a lo mínimo posible al precisamente contemplar las características del electorado colombiano.
Un total de 21 863 769 personas habilitadas para votar prefirieron quedarse en casa. Les valió madre el proceso de paz. Allí está el culpable principal. Pero la apatía de este electorado —que es común en varias naciones latinoamericanas— ya se había reflejado en los últimos procesos electorales. La tasa de abstencionismo en los anteriores procesos electorales de carácter presidencial había bordeado fácilmente el 50 %. Como sucede en la mayoría de los países latinoamericanos, son las elecciones regionales las más concurridas, pero las presidenciales y toda suerte de ejercicio político afuera del marco regional siempre han mostrado baja participación.
¿Por qué plantearse entonces el ejercicio de la consulta popular vinculante ante estas condiciones electorales? La cartografía política colombiana tan compleja oscila entre enclaves fuertemente polarizados. Algunos tienen mayor conciencia de la necesidad de la paz (como Bogotá, en razón de la influencia de Antanas Mockus), y hay enclaves conservadores como Antioquia, donde, por ejemplo, el poderoso sector ganadero jamás aceptaría la canalización de recursos agrarios para políticas de reubicación de guerrilleros. ¿Por qué el gobierno de Santos no tomó una posición de despotismo ilustrado? «La paz es un proyecto personal —de mercadeo al exterior—, y como Estado damos los acercamientos y se firma». Rapidito y sin problemas. Hay antecedentes de lo anterior. Los ya fallecidos Acuerdos de Oslo entre palestinos e israelíes transitaron esta ruta porque, de haberlos sometido a algún tipo de consulta ciudadana, se hubiesen enterrado mucho antes.
Otra pregunta obligada: ¿quiso el gobierno de Santos liberar al Congreso de la responsabilidad y la trasladó a la ciudadanía? Parece una estrategia deliberada para hacerlos fracasar. ¿O no? Digo lo anterior de nuevo en razón de las características de su propio electorado.
O quizá la administración del presidente Santos se pasó de demócrata, de idealista, o sobrevaloró su popularidad. ¿Por qué no acarreó votantes? En fin, tantas preguntas que ahora sobran, pero es válido cuestionar si los asesores del presidente Santos habían contemplado todo esto. Porque, con esta realidad descrita, era obvio que los tres puntos requeridos como no negociables por las FARC jamás serían aceptados. De nuevo, haber lanzado esto directamente a la ciudadanía parece una estrategia a todas luces deliberada para hacer fracasar la paz.
Lo que sí tiene sentido plantearse es —además de la apatía y la campaña del miedo— si el proceso de paz tenía sentido del todo. ¡Pues claro que sí! La paz es siempre una opción preferible a la guerra. ¿Incluso cuando el diseño del acuerdo es imperfecto? ¿Incluso cuando las FARC lograron negociar la entrega de todas sus armas hasta el momento de la firma final? ¿Incluso cuando el delito conexo de narcotráfico —la ideología real de las actuales FARC— no fue abordado? ¿Incluso cuando los bombardeos discriminados del Ejército en las zonas montañosas, que cobraron tantas vidas inocentes, quedarían impunes? ¿Incluso cuando dentro de las mismas FARC había la posibilidad de migración al ELN para evitar la desmovilización?
Pues sí. A pesar de los pesares, la paz es siempre preferible a la guerra. Pero esto casi nadie lo entiende.
Hay dos conclusiones pesimistas de todo esto.
Primero, la imbecilidad que produce la guerra. Lo que demuestra el resultado electoral es la comprensión tan diferente de una misma realidad. Núcleos conservadores como Medellín, cuyas élites nunca o casi nunca salen marcadas para el servicio militar (sistema de sorteo), son los que desean continuar la estupidez de la guerra. Y las regiones donde se recluta más gente, por lo general rurales, no quieren seguir enterrando soldados y policías que también son hijos, hermanos, primos y amigos. Lograr un lenguaje común entre ambas realidades, creo, es imposible.
Segundo, estoy convencido de que la elaboración de un tratado de paz que fuera firmado, ratificado y puesto en vigor sería solo una garantía de paz temporal. Mientras no se dé una solución a las razones originales que originaron el conflicto hace más de cinco décadas, la violencia volverá de una u otra forma. Entonces, los detestables Uribes y Timochenkos —ninguno me merece respeto ni admiración, dicho sea de paso— seguirán vigentes, matando inocentes a diestra y siniestra por causas egoístas. Unos harán estrategias de falsos positivos, y los otros secuestrarán inocentes en nombre de la causa revolucionaria.
¿Tanto cuesta comprender que un acuerdo de paz que no concede y sacrifica no es capaz de detener el conflicto? Antanas Mockus lo ha apuntado bien: seguimos sin entender que la vida es sagrada. El acuerdo, aunque imperfecto, hubiese salvado más vidas.
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