Salir del clóset me tomó dos intentos, ya que el miedo a cómo iban a reaccionar mis papás se convirtió en un nudo en la garganta. Y en el segundo intento solo fui exitoso porque ya había creado suficiente anticipación («tengo que hablarles de algo importante» o «bajen a la sala por favor») y ya era demasiado tarde para inventarme algo más. Quizá fue simplemente que la presión me impidió maquinar una mentira y salvar la ocasión para otro momento.
No me arrepiento. Mis papás me dijeron que mi hermana era aún muy pequeña para comprender y que no se lo dijera. Quizá esperaban que con el tiempo recapacitara y dejara atrás esta fase, pero nunca ocurrió. Y el mismo fin de semana se lo hice saber cuando, camino a dejarla a algún evento, le indiqué que pasaríamos por mi novio para llevar su perro al veterinario.
Hemos hablado pocas veces sobre el tema, pero en la familia hemos llegado a un equilibrio extraño. Solo mi madre ha conocido a mi novio y pregunta constantemente cómo nos va. Mi hermana lo conoce de vista. Y a mi padre no se le menciona (Dios guarde) ni se le pueden alterar los nervios presentándole la realidad que, luego de tantos años, aún parece no «encajar en sus casillas».
Él prometió, después de todo, que se iba a morir antes de entender y aceptar mi orientación sexual. Hasta ahora ha cumplido y la pelota está en su lado de la cancha. Pero nos vemos seguido y conversamos. Porque, así como mi identidad no se reduce a mi vida sexual, tampoco la de él a su rechazo por la mía. Y hemos de vivir con nuestras similitudes y diferencias.
Para mí, el requisito era que en casa se enteraran por mi propia boca: afuera había abrazado mi identidad y, aunque no la pregonaba a los cuatro vientos, sabía que ser abierto haría que la noticia llegara por otra vía de vuelta a casa. Y quería evitar toda sorpresa. Pero, más allá de tragar saliva un par de veces y de apretar los puños, no fue la valentía lo que me sacó adelante.
Tuve la suerte de recibir una buena educación y de ser capaz de articular con mucha claridad mi visión del mundo. Esa visión (incompatible desde siempre con la discriminación) me llevó a adoptar con mucha seguridad mi sexualidad como parte de mi identidad. Y a defenderla en los casos en que fue necesario. Cuando mi libertad contravino demasiado las normas de la decencia de mi casa, también mi educación me abrió oportunidades de estudio y trabajo que me permitieron salir, pero en condiciones cómodas y sin problema alguno.
Esa circunstancia, está de más decirlo, es la de una persona entre miles que no tienen la misma suerte. La realidad es tanto más cruda: un 70 % de la población cree que la homosexualidad es una condición médica (una enfermedad, para hablar sin tapujos) y un 40 % no aceptaría a un miembro de la familia que no fuera heterosexual. Más de dos terceras de la comunidad LGBT han señalado violaciones a sus derechos de salud, de educación y laborales, y los crímenes motivados por el odio y el rechazo son un fenómeno común, sobre todo en contra de la comunidad trans.
Precisamente en esto pensé cuando leí un comentario sobre la ironía de que en Guatemala usemos hueco como sinónimo de cobarde cuando ser LGBT en este país es un acto de valentía extrema.
Salir del clóset, me quedé pensando, no es sino el primer paso de ese forcejeo por vivir una vida normal. Cosas tan básicas como tomar la mano de mi novio o besarlo en público se sienten no como pequeños gestos de afecto privados, sino como una transgresión. Y pedir derechos básicos (que no te expulsen de un trabajo o que no te den una golpiza con impunidad simplemente por no ser heterosexual) es ya una gran hazaña en un país que cree que no merecemos nada por el simple hecho de ser distintos.
El pasado 17 de mayo (Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia) leí un afiche que decía: «Nuestro amor no daña. Tu odio sí». El rechazo, el odio y la cristalización de la homofobia en la cultura y en las instituciones son sumamente dañinos. Por eso es que, aunque no me afecte tanto directamente (hablo desde mi privilegio), tomo cada ocasión posible para confrontar a quienes se dedican a hacerles la vida imposible a tantos valientes anónimos de este país.
Nos debemos a ellos para evitar que sigan viviendo bajo constante asedio.
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