Decían que con las redes sociales íbamos a poder por fin ser ciudadanos globales informados, sujetos perfectos de democracia, seres que velaran por el interés colectivo y denunciaran los abusos del poder. Decían, también, que con la llegada de la era digital nuestra voz por fin iba a contar, que podríamos hacerla sentir, que llegaría a los oídos adecuados, que no podrían hacer otra cosa más que escuchar. Pero lo que más nos han brindado las redes sociales en cuestión de noticias de actualidad es una desinformación de la chingada. Peor aún, una desinformación disfrazada de verdad y sazonada, las más de las veces, con altas dosis de manipulación.
Lo que me hace pensar que hay varias razones por las cuales existían (y en algunos medios, cada vez menos, aún existen) los editores. Y también los fact-checkers, la gente cuyo trabajo era corroborar los datos y cerciorarse de que lo que los periodistas reportaban era cierto, que no era casaca pues. Esto no implica que los medios de comunicación no hayan manipulado o falseado la información. Lo que implica, más bien, es que era mucho más claro saber quién y cómo era manipulaba o falseaba. Las noticias tenían el sello del editor y seguían, las más de las veces, la línea política del medio. Pero el internet en general, y especialmente las redes sociales, han descartado la figura del editor, lo que en un principio pareciera dar acceso a una verdad más verdadera, a los hechos sin sesgo ni mediación: la verdad directamente desde el lugar de los hechos. No dudo que ciertas plataformas o formatos se hayan beneficiado de esto, pero ¡vaya utopía!
Tardó unos años pero hoy por hoy se ve claramente lo que el exceso de “información”, sin ningún tipo de mediación o edición, realmente logra: desinformación, manipulación, falta de reflexión y sentimentalismo barato. Tardaron algunos años en saber cómo hacerlo, pero aquellos que siempre han estado en el negocio de la manipulación de la opinión pública y la manufactura de consenso, como diría Chomsky, por fin se dieron cuenta que las redes sociales y la tecnología en general tienen un áurea casi sagrada en el imaginario colectivo. Es decir, la gente tiende inmediatamente a identificarse y creer cualquier cosa que vea en ellas, más aún cuando eso que ven es una proyección de sus sentimientos, pensamientos, posiciones de clase, intereses políticos, etc.
Más aún si, como decía ya Guy Debord en “La sociedad del espectáculo” allá por los luminosos sesentas, esta “información” es transmitida mediante imágenes, misma que apelan siempre primero al instinto y el sentimentalismo que a la razón y la coherencia discursiva. Contrario a la noticia narrada, al discurso oral o escrito, en el cual el artificio es más evidente en el uso del lenguaje, el tono y la estructura misma del discurso, las imágenes suelen presentarse a sí mismas como objetivas, como una representación fidedigna de la realidad que pareciera sostenerse a si mismas sin necesitar un marco de referencia coherente. Pareciera… Porque si bien es cierto aquel refrán que indica que una imagen dice más que mil palabras, también es cierto que una imagen puede mentir más que mil palabras. Y lo hace a menudo: en Venezuela, en Ucrania, en los anuncios de comida, en las revistas de moda, en el Facebook y, claro, en la mismísima Guatemala.
Es no sé si risible, trágico o simplemente patético que mucha de la gente que dice apoyar a los estudiantes venezolanos frente a la represión del gobierno prefiera enarbolar, ahí sí, la sacro santa bandera de la libre locomoción (entre otras tantas banderas que al parecer no aplican en Guatemala) cuando son sus conciudadanos estudiantes o los marginados locales los que toman las calles, carreteras y cumbres del país para protestar otras formas, igualmente violentas, de represión gubernamental. ¿Será el color de la piel el que determina la empatía? ¿Será quizás la clase social? ¿Será la ausencia de reinas de belleza y “gente decente”? ¿Será la manipulación de los medios de “información y las redes sociales? ¿O, más bien, todas las anteriores?
Si cuesta muchísimo saber a ciencia cierta qué pasa en Guatemala, menos aún podré saber qué pasa en Venezuela. “Sé” que Chávez al menos tenía una visión; pero “sé”, también, que si algo debiéramos haber aprendido de la historia latinoamericana es que siempre, siempre, siempre hay que desconfiar de un militar, más aún cuando quiere gobernar. “Sé”, también, que Maduro es patético. Y “sé” que hay una oposición que quiere recobrar muchos de los privilegios perdidos durante el Chavismo (no se necesita mucho para darse cuenta de eso). “Sé”, finalmente, que ambos lados—los chavistas y los no chavistas—obviamente no se quieren.
Pero, como diría Sócrates, sólo sé que eso sé, es decir: nada. Y no creo llegar a saber mucho más. A no ser, claro, que me vaya a Caracas, tome mis propias fotos y se las mande por alguna red social. Allá ustedes si le ponen “me gusta” y la comparten como prueba innegable de que lo que de antemano creen o piensan es la verdad absoluta.
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