Según el Foro de Organizaciones Sociales Especializadas en Seguridad (FOSS), del 29 de diciembre de 1996 al 1 de octubre de 2020, en Guatemala se han emitido 60 estados de excepción, un promedio de 2.5 por año, lo cual quiere decir que no ha habido ningún gobierno desde aquella fecha que no haya hecho uso de estos estados de limitación de derechos fundamentales. Parece que la cultura (es decir, los conceptos, los valores y las categorías, así como los sistemas de creencias) están condicionados por ideas de militarización, autoritarismo y suspensión de derechos humanos. Y es que hay un fundamento académico social citado por Carlos Mendoza, de la Asociación Diálogos, a partir del estudio Kleinfeld de 2018, el cual indica como factor de retorno a las democracias violentas el hecho de que las clases medias voten por medidas represivas o de cero tolerancia, que resultan contraproducentes porque incrementan la violencia desde el Estado y fortalecen grupos criminales.
Los estados de excepción parecen entonces normales, pues encuentran una validación en la sociedad, que no advierte sus efectos contraproducentes. La excepcionalidad en la que hemos vivido tiene, por supuesto, graves implicaciones para los derechos humanos: desde violaciones de garantías mínimas constitucionales hasta graves crímenes cometidos por los mismos agentes estatales. Sin embargo, en una nueva modalidad, también tenemos que hablar de la privatización de los sucesos perturbadores, tal y como la llama Garland en su lectura de Norbert Elias. Es decir, acciones que parecían ordinarias durante las décadas de 1970 a 1990, como ejecutar extrajudicialmente, torturar y desaparecer, han venido a menos, pero ello no quiere decir que hayan desaparecido, puesto que son tan perturbadoras públicamente que pueden practicarse privadamente, entre bambalinas.
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Así, con lo anterior quiero plantear el riesgo de los estados de excepción, que fuera de escena tienen estas prácticas que pueden ser revividas o que ya son utilizadas, pero no de forma visible, como la denuncia que presenta el informe del FOSS sobre allanamientos a las 4 de la mañana y sobre la conducción de detenidos a montañas de Totonicapán para ser interrogados sobre su actividad como líderes comunitarios. O, más visibles, como la detención del periodista Figueroa, que se quedó en la muy sensible línea de pasar a ser una desaparición.
Los estados de excepción pueden estar justificados, pero hemos visto que no es el caso de los impuestos en 2020, cuando, fuera del estado de calamidad a causa de la pandemia, se han emitido cinco de prevención y uno de sitio, es decir, seis estados de limitación de derechos que, al ser revisados en sus justificaciones y resultados, no permiten argumentar por ningún lado que hayan sido necesarios.
De ese modo, el hecho de vivir en excepción nos lleva a poner en riesgo la democracia precaria en que vivimos. Esto, porque partimos del paradigma del orden, y no del de gestión de conflictos. Partimos de la imposición, y no de la pluralidad de atenciones a los conflictos que existen.
La democracia requiere de los derechos humanos y de las libertades a partir de su tratamiento político ordinario. Pero con 60 estados de excepción en 24 años y 7 en el 2020, ¿vivimos en democracia?
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