Bajo el lema bastante genérico —pero presentado como la gran revelación esotérica de nuestra era— «la innovación es la llave que libera nuevo valor», el encuentro de emprendimiento Volcano Summit (en ingles, pues el español no es un sello propio de las élites) se llevó a cabo en el hotel Santo Domingo de Antigua Guatemala los pasados 20, 21 y 22 de mayo. Con una altísima inversión de empresas como Claro y el apoyo del lobby israelí, la cumbre se llenó de hijos, nietos y tataranietos del linaje y el racismo al que nos introduce Marta Elena Casaús Arzú en su conocida obra. Los vástagos de la élite urbana del país presentaron sus nuevos proyectos de acumulación de capital bajo una máscara de amor y transformación. Presentador tras presentadora, en un inglés mayoritariamente limitado y ramplón, revelaban sus grandes ideas con algo de eco, poca conciencia social y nula inspiración.
Me encogía en mi asiento —que más parecía una isla en un planeta ajeno— cuando alguno despotricaba en contra de «toda expresión de gobierno que se meta con mi dinero» y cuando alguna otra era incapaz de acudir a los consensos científicos más actuales del mundo liberal para exponer sus temas.
Debo decir, no obstante, que hubo notables excepciones de jóvenes de gran cabeza y corazón que lo último que parecen desear es perpetuar el sistema de privilegios al que se han adherido con poca resistencia derechas e izquierdas neoliberales en Guatemala y sus escisiones moderadas. También encontré personas que, según mi subjetiva consideración, sí se han ganado una oportunidad para crear e influir en la arquitectura narrativa y social de Centroamérica. Pero, como dije, esa no es la regla ni está cerca de serlo.
Sobre todas las cosas, un mensaje se quedó divagando en mi testa: cuando se nace con grandes ventajas económicas y sociales, resulta muy difícil cultivarse a uno mismo con el compromiso que exigen las urgencias del día a día y parece arduo generar empatías por el otro que es distinto a mí. Aunque los grupos emprendedores neoliberales tienen mucha más experiencia en caminar pragmáticamente por la vida y en hacerse de networks (en realidad, estructuras de soporte multilateral de protección de privilegios), su discurso es soso, predecible, vacío y precario. Sus valoraciones adolecen de sesgos notables por evidente conveniencia de grupo, y su forma de relacionarse es metálica y despojada de todo calor humano y de espíritu de solidaridad.
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En ese sentido, son los pensadores contrahegemónicos —sobre todo de izquierda— quienes ofrecen narraciones y diagnósticos más sofisticados, profundos y apegados a realidades globales e históricas. Que sean después incapaces de levantarse de sus escritorios y de sus burós fortificados a base de superioridad moral para ejecutar sus bocetos de utopía, esos son otros veinte pesos. Naturalmente, no es en ninguna cumbre volcánica de emprendedores mimados donde encontraremos estas épicas más gratamente desafiantes. Para eso hay que leer, caminar, moverse un poco… pensar.
Más que un Volcano Summit, presencié un volcán de la same shit.
Ayer recordé por qué no soy emprendedor, por qué reniego de la Universidad Francisco Marroquín, de la cual me gradué, pero que no considero mi alma mater, y por qué el amor al dinero y a uno mismo sobre los demás son, de hecho, el principio de todos los males. Gracias a esta experiencia exhumé algunas memorias enterradas de por qué me considero de izquierdas y de por qué prefiero morir en una revolución que en una guerra de invasión minera e hidroeléctrica. Y pensé —especialmente— por qué permanezco y permaneceré autónomo, y no alineado a ninguna corriente de naturaleza neoliberal, anticomunitaria y antiecológica. Aunque me lleve la tostada.
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