Para nosotros las palabras eran —y ahora lo son más— balas lanzadas a cualquier lugar, cristales de una botella reventada sobre el piso, estrellas de una noche eterna, de una noche que aprendimos a conocer muy bien. No teníamos dinero para nada, pero a veces se ajustaba para comprar libros o mejor aún, para publicar, vaya sueño entre los sueños, vaya acto transgresor. Uno piensa en sus amigos, pero más allá de eso, uno piensa en sus poemas y en sus ganas de decir, de hablar. Uno piensa en sus dolores y en las cadenas que querían romper: el poeta que reventaba la palabra a pura rabia, la poeta de los haikus o el que escribía eternos y cursis poemas de amor.
Eso éramos, poetas a los que creíamos que era urgente que se les leyera y allá íbamos, a cortar hojas, a imprimir en las impresoras más baratas, a engrapar una por una las páginas de un libro que con los años se quedaría olvidado en el rincón más oscuro de alguna librera. Pequeña máquina del tiempo, papel impreso, palabra tras palabra que alguien leería y al hacerlo sería como verse en un espejo o como encontrar su propio rostro reflejado en el agua.
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Somos poetas en un país olvidado. Somos poetas en un país sin dios, pero con piedras que hablan. Somos poetas, hijos de la locura y del sueño. En nosotros el horror y la belleza, en nosotros el reflejo del cielo, transparente, cristalino, azul, oscuro. Esta era nuestra consigna: creemos en la noche, en el fuego, ardemos sin necesidad de hoguera. Los que escuchamos a The Smiths y lloramos con Selena, los tristes, los que cantamos a José José y discutimos sobre Bolaño y Mario Payeras en las cantinas más humildes de esta ciudad que se caía —y sigue cayéndose— a pedazos, pero a pesar de todo, recogíamos cada uno de esos escombros y los guardábamos en la mochila para luego hacerlos luz, para luego hacerlos risa, para luego encenderlos como antorchas que iluminaron nuestro camino.
Colocamos trampas, porque eso eran nuestros poemas, trampas en las que nosotros mismos caímos. Sí, morimos tantas veces y tantas veces resucitamos. La vida entró repetidas veces por nuestros ojos, como la nostalgia y el encanto al ver la lluvia caer sobre las láminas que ahora guardan nuestra memoria del olvido.
Veo los ojos de mis amigos poetas, alumbran la noche, su canto traspasa el tiempo, se ven en el horizonte de un cielo que se hace uno con la tierra y ahí quedarán, y junto a ellos, sus palabras, sus voces y sus sonrisas.
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