La cocina, en estos territorios en los que habitamos, además de cumplir su función primordial —ser el lugar en el que se preparan los alimentos—, también ha sido espacio fundamental para la transmisión de conocimientos, mecanismo para la preservación de la memoria, instrumento para la cohesión y, por qué no, para la resistencia. El corazón de la casa está en la cocina: el fuego calentando todo —cimientos, techos, paredes, comida—. El fuego y su poder. El fuego y la palabra. El fuego, bastión fundamental.
Hace unos años, por azares de la vida y por la necesidad de hacer algo distinto, decidí estudiar gastronomía. Aún recuerdo el rostro de mis compañeras y compañeros —en su mayoría provenientes de comunidades rurales de la bocacosta de Quetzaltenango y Retalhuleu—. Salían de madrugada de sus casas y viajaban con todos los ingredientes y utensilios de cocina —que vaya si pesaban—. Recorrían largas distancias en bus hasta llegar a Xela. Asumían ese sacrificio con tal de aprender los fundamentos básicos de la cocina industrial. La mayoría lo hacía con el objetivo de poder viajar como indocumentados a Estados Unidos y, allá, trabajar en algún restaurante. Pocos —por no decir nadie— lo lograron al final.
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Hijo de la guerra, migrante, ajq’ijab’, líder comunitario, poeta y, desde luego, cocinero: eso podría, de alguna forma, definir a Willy Barreno, a quien conocí hace varios años y quien es uno de los pilares de la defensa y el cuidado de la sabiduría ancestral. Luego de darle algunos sorbos al té, nos brinda una detallada explicación del proyecto al que pertenece, que incluye procesos de formación con grupos de hijos de migrantes mayas radicados en Estados Unidos, hasta la venta de productos enmarcados en el comercio justo —como miel, tejidos— y una escuela en la que reflexionan desde el planteamiento de la descolonización del pensamiento, entre otras cosas más. La casa es simplemente un territorio autónomo: eso se deja ver por todos lados. Es una casa construida a inicios del siglo XX, colindante al edificio que albergó por muchos años los juzgados de la ciudad. En sus paredes hay murales que narran escenas del Popol Vuh, la invasión española y los retos que atraviesan las comunidades mayas frente a la globalización.
Llegamos a la cocina y ahí, sentados en bancos de plástico, de la forma más cálida, Willy cuenta sus anécdotas. Entre risas y un dejo de rebeldía, explica —mencionando personajes de Star Wars— algunos pasajes del Popol Vuh. Habla de su interés por la cocina, de los cuadernos de recetas de su madre y de su paso trabajando en algunos restaurantes en Estados Unidos. Cuenta cómo eso lo motivó a volver para empezar lo que ahora son estos proyectos, que han contribuido a que muchas y muchos repatriados encuentren oportunidades dignas para trabajar en este país que les dio la espalda.
Orígenes y comida es un libro publicado por la editorial Cholsamaj. En este documento, Willy ofrece algunas de sus recetas más significativas: desde la preparación de los huevos motuleños, cambrayes, churrasco y el caldo de la mama galla. Todo eso lo combina con una serie de poemas también escritos por él. Poemas y recetas de comida: no hay fronteras, todo es lo mismo. Este manuscrito deja constancia de lo que la cocina ha representado para nosotros, habitantes de Mesoamérica: la comida como vaso comunicante con nuestro pasado más remoto, pero también como una forma de subsistir en un país con pocas oportunidades de empleo digno. Imagino los restaurantes en Estados Unidos, cocinas enteras preparando platillos hechos por las manos de cientos de compatriotas —en su mayoría, mayas— que, al no tener oportunidades acá, han recorrido largas distancias para trabajar de la forma más digna y mantener bien alimentada a una sociedad que ahora los expulsa. Imagino también los cientos de comedores y ventas callejeras —con cualquier tipo de platillos— instalados en cada ciudad del país y que conforman esto que somos. De eso habla también el libro de Willy: de resistencia, de ternura, de orígenes y de caminos.
Lo despido luego de una tarde cautivadora, en la que el Tata Willy nos regala su energía y su palabra. Cierra la puerta y, de alguna forma, vuelvo al presente, no sin dejar de pensar en estos versos:
«Un día unos piecitos decidieron cruzar un río, cruzar un desierto.
No sabían nada de su origen,
nada de su destino, nada de su camino.
Platos sucios había que lavar,
sobras de los platos había que comer.
Los piecitos en enero frío tenían,
calor en julio sentían.
Los piecitos se preguntaban: ¿cuándo a nuestro hogar regresaremos?
Alitas querían tener para no caminar más.
El chile guaque ahumado les esperaba,
el comal tiznado abrazarles quería.
Un día esos pasitos migrantes volaron con sus alitas de vuelta a casa.
Hoy escriben».
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