Después de la alegría compartida por la victoria, las expectativas fueron menguando. La arremetida del Ministerio Público y fuerzas paralelas, sumada a los errores del recién electo gobierno, nos devolvieron de inmediato a la realidad. Incluso, los más ingenuos entendimos que la transformación profunda no sería fácil. Entonces nos conformamos con la idea de que, al menos, se limpiara la casa y se impulsaran algunas reformas que fortalecieran la independencia judicial, mejoraran la forma en que se constituyen los partidos políticos y garantizaran la representatividad. Una serie de medidas, en suma, que detuviera el retroceso actual y abriera la posibilidad de transformaciones más profundas en el futuro. La oportunidad histórica ya no sería tan histórica, pero seguía siendo una oportunidad.
Sin embargo, el «pacto de gobernabilidad» –la estrategia conciliadora del oficialismo con grupos poderosos supuestamente rescatables «al lado bueno»– sumado a varios errores, hicieron más visibles las limitaciones. No me tomen la palabra porque de estrategia política entiendo poco, pero parece que en aras de la gobernabilidad se concedió demasiado y se claudicó en cambiar el sistema que funciona para los de siempre. Así, quizás lo histórico no sería la oportunidad aprovechada, sino la oportunidad perdida.
Entre tanto, la oposición más ideológica y dura logró instalar con éxito una narrativa de incompetencia del gobierno. Y el desgaste fue rápido. La popularidad del gobierno cayó, y los descontentos y descreídos germinaron como las únicas flores que traería la anunciada primavera. Lamentablemente, los resultados —a juicio de varios analistas que admiro— no han sido suficientes, sobre todo en este segundo año, y resultan difíciles de apreciar; en parte porque no se han sabido comunicar, pero también porque no son inmediatos. Sea cual sea la razón, es evidente que falta un proyecto político común: una idea de país que inspire, liderada por una figura carismática, contundente y conciliadora. De momento, solo tenemos la conciliadora. Mientras tanto, todo el impulso que traía la «lucha contra la corrupción» se ha ido desgastando, sin articular gran cosa, especialmente después de los logros del Ministerio Público en el festín de impunidad.
Aun reconociendo la devastación heredada de gobiernos anteriores, predomina la percepción de que la estrategia «moderada» o «institucional» no solo ha sido ineficiente, sino también costosa. Han dado mucho a cambio de poco en ese vaivén político. La dificultad, a mi juicio inexperto, es que entre el pacto de gobernabilidad y el de corruptos son muchos los actores que se confunden y mezclan. Esa es la línea fina. ¿Cómo se convence a quienes no son golpistas convencidos, a los que saben que en un gobierno con Sandra Torres o similar, supondría que sus peores pesadillas se hicieran reales? ¿Cómo se persuade para que vean que una democracia sustantiva y real nos conviene a todos a corto y largo plazo? Ciertamente, la estrategia de dar demasiado para que el pacto de gobernabilidad conviva con el pacto de corruptos no funciona.
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No sé si el pacto de corruptos está desesperado y les queda poco tiempo como repiten, pero el reciente intento de golpe del juez Orellana, indica que siguen jugando. Sabemos que ese bloque defiende un sistema podrido que protege intereses oscuros y frena cualquier intento de progreso, pero no todos son iguales. Briseida Milián escribió sobre esto y vale la pena reconocer las diferencias para tener una mejor estrategia. Los rostros de los golpistas duros son conocidos, como los de la Fundación contra el Terrorismo y personas relacionadas y emparentadas con Sandra Torres, Miguelito, Giammattei, pero también jueces como Orellana, etc. Otros quizás son menos visibles, permanecen escondidos detrás de cámaras empresariales, con trajes elegantes y corbatas. Y no todos serán golpistas duros, habrá entre ellos personas rescatables, como los empresarios que no apoyan la narrativa del fraude electoral, pero no critican al Ministerio Público por alguna razón. En cualquier caso, ninguno del pacto tiene fuerza popular ni persuasión ideológica; solo la coacción que logran mediante la ley y la fuerza.
Por eso creo que la oportunidad sigue allí, incluso si Semilla, o más bien el propio Bernardo Arévalo y su círculo cercano, fracasan o abdican, como a veces parece estar ocurriendo, porque la mayoría de los guatemaltecos seguirán queriendo un país para todos, una opción difícilmente representada en el rostro de Álvaro Arzú o Alan Rodríguez. Ellos trabajan para otros fines y por eso nadie les exige ni espera de ellos nada bueno. Por eso, cada vez que exijamos al gobierno mejores resultados, hay que hacerlo distanciándonos de las críticas de quienes desean mantener el sistema tal cual está. Porque no compartimos sus razones, ni sus ideales.
Claro que está que nuestras expectativas como votantes aún no se cumplieron ¿Qué decir de quienes anunciaban (y quizás deseaban) el apocalipsis? Los que vieron en Semilla el inicio de una nueva Venezuela, los que advirtieron fugas masivas de capital (¿Qué capital, si ya estaba fuera?), o degeneraciones morales al estilo de los peores fantasmas ideológicos. Ahí está la valla que pagó la Fundación contra el Terrorismo, las campañas negras que el TSE nunca investigó, y el «periodismo» de sitios como RepúblicaGT, que sin rigor alguno los vinculaba con Pablo Iglesias, Lenin, Gramsci. Nada. Lo único que tienen para persuadir es el miedo y la mentira.
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