La religión vuelve a estar en boca de todos. No solo en los altares, sino también en redes sociales y espacios públicos donde influencers, políticos, curas y pastores se disputan la palabra divina. TanGente no tuvo más opción que unirse a la ola con una serie de episodios para tomarle el pulso a la «buena nueva», vista desde las ciencias sociales, la teología y la filosofía. Me alegra. No solo porque promete buenas conversaciones, sino porque nos ayuda a pensar qué implica este aparente auge religioso para quienes queremos vivir en sociedades democráticas y plurales. Y qué mejor que hacerlo de la mano de quienes han pensado seriamente sobre esto, como Walter López y Claudia Dary Fuentes.
Es cierto que la religión nunca se fue, aunque muchos lo esperaban. La famosa tesis de la secularización sostenía que, con la modernización, la religión perdería peso en la vida pública y quedaría confinada al espacio privado. Pero más que una pretensión, esa tesis era una descripción histórica: una tendencia que se creía universal e irreversible.
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Por eso conviene distinguir entre secularización y secularismo. La primera describe un proceso histórico; el segundo, una postura que promueve lo secular. Ninguna es necesariamente antirreligiosa, aunque el secularismo puede tener un tono anticlerical y algunas de sus manifestaciones históricas hayan sido hostiles. Lo secular, en todo caso, no es lo opuesto a lo religioso, como parecía sostenerse en el primer episodio de la serie de TanGente. Hay miles de creyentes que siguen valores seculares sin renunciar a su fe. Es más, como señala Habermas, la religión puede ser fuente de estos mismos valores. Por eso, muchos creyentes rechazan categóricamente cualquier forma de gobierno teocrático porque entienden que la separación moderna es condición mínima para la libertad y diversidad religiosa.
Para la libertad general —matizaría el filósofo Charles Taylor (2007)—, la secularización permite que ser creyente sea una opción más entre otras, como la de no serlo. Puede que la diversidad sea la base y el origen del principio de la laicidad, entendido como aquel que busca separar las instituciones del Estado de las religiosas y garantizar la neutralidad del poder público frente a ellas. Sin embargo, el laicismo no implica que las sociedades ni sus habitantes deban abandonar sus creencias o dejar de vivirlas con fervor, como ocurre en el caso guatemalteco.
Sin embargo, como estas separaciones y principios filosóficos y jurídicos se implementan de manera muy distinta en cada contexto, es mejor hablar de modelos específicos y no generales. El caso francés es distinto del turco o del mexicano y así sucesivamente. Los conceptos son productos particulares e históricos. Incluso la propia idea de religión es particular y no universal como afirma Talal Asad, pues surge en un marco cristiano y moderno –con la llegada de la Reforma y la creación del Estado moderno– y es entonces cuando la religión empieza a separarse de la política, la ciencia o el conocimiento. Antes, todo formaba una misma dinámica, la religión también era conocimiento, entretenimiento, gobernanza. Y yo creería que aún hoy lo es, al menos en ciertos sentidos.
Talal Asad (1993) sostuvo que el propio concepto de lo secular nació junto con el Estado moderno y transformó —quizás inventó— lo que entendemos hoy por religión. Como otros proyectos modernos, fue también parte del proyecto colonizador europeo, que clasificó las creencias del mundo según sus propios criterios: cristianismo como religión verdadera; lo demás como superstición o «brujería». En antropología hay discusiones fascinantes sobre la discusión de los chamanes y sus habilidades como mediadores entre mundos distintos, pero a ojos occidentales permaneció como una farsa o una manifestación primitiva de conocimiento. No es posible abordarlo aquí, pero es fascinante la discusión ontológica que lleva a cabo Descola (2013) en donde muestra otras maneras de relacionarse con lo «real» en donde instituciones como los chamanes tendrían todo el sentido.
Hoy pocos sostienen la tesis clásica de la secularización. Lo que se pensaba sería la regla —Europa— resultó ser la excepción, como señaló Habermas. Estados Unidos, el país más «avanzado», sigue siendo profundamente religioso. Sin embargo, algunos autores (Bruce, 2011) siguen viendo la secularización como un proceso válido empíricamente visto desde el largo plazo. Un proceso no lineal, pero persistente, que actualmente transforma la religión como un fenómeno con funciones en este mundo y en esta vida en lugar de la próxima. Es otra discusión estimulante y que, me parece, da pistas para entender lo que hoy está pasando.
Porque quizás ahí esté la clave. Seguimos atrapados en una visión moderna que reduce la religión a creencias o prácticas de representaciones simbólicas, en el mejor de los casos, o, en el peor, a una herramienta de control, engaño o manipulación. Pero la religión —si se la observa sin prejuicio— puede ser también una forma de crear mundos. No meramente simbólicos, sino materiales y ontológicos: ya sea a través de acciones y cambios de comportamientos, pero también relaciones con lo ausente, otras especies y seres, sean animales, plantas o montañas, que no están en un plano distinto del humano (como cree el cristianismo).
Quizás la religión no solo nunca se fue, sino que la perdimos de vista con nuestra arrogancia moderna.
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