Algunos entresijos de la Nueva Primavera Democrática en Guatemala
Algunos entresijos de la Nueva Primavera Democrática en Guatemala
El gobierno de Bernardo Arévalo no puede ser considerado más que el probable inicio de una restructuración de la institucionalidad estatal para detener la expoliación del erario público y devolver a la gestión pública las atribuciones que le corresponden dentro de una democracia moderna.
Desde que el 25 de junio de 2023, Bernardo Arévalo y el Movimiento Semilla ganaron el pase a la segunda vuelta de las elecciones en Guatemala, un sentimiento generalizado de esperanza se diseminó en diversos sectores de la izquierda, especialmente los movimientos ciudadanos que en 2015 provocaron la caída del gobierno depredador de Otto Pérez Molina.
A este entusiasmo se unieron amplios segmentos de la sociedad civil, decepcionados por fin de las promesas de los partidos conservadores, que habían captado en las últimas décadas el voto de una sociedad igualmente conservadora.
Luego del triunfo de Arévalo en la segunda vuelta y después de una tormentosa etapa de casi cinco meses previos a la toma de posesión, se percibe una atmósfera de espera optimista en la administración del nuevo presidente, que adquirirá un perfil más definido en los primeros 100 días de su administración. A ese optimismo de la voluntad habría que agregar una dosis de pesimismo de la inteligencia, a la Gramsci. Y es que los tiempos que corren guardan una distancia abismal con las condiciones que permitieron la emergencia de la Primavera Democrática de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz, entre 1944 y 1953.
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En primer lugar, hay que tomar en cuenta que con la posguerra se empezaron a consolidar los Estados de bienestar en el Norte desarrollado. En la periferia, este proceso se replicó con los llamados Estados desarrollistas. El distintivo común fue la intervención del Estado en la economía y la implementación de políticas redistributivas que se tradujeron especialmente en la provisión de servicios básicos.
Además, una política de trabajo formulada con una importante participación de los representantes de las clases trabajadoras. En América Latina, destacaron Argentina, Uruguay y más tardíamente Costa Rica como países en donde el Estado se erigió como factor decisivo en el desarrollo de un proyecto nacional. Fue precisamente en esta ola de consolidación de los Estados nacionales que el incipiente movimiento nacional-popular guatemalteco forzó la salida de Jorge Ubico y con este, el desplazamiento de la oligarquía del control político del aparato del Estado.
Esos vientos favorables cesaron hace varias décadas con el ascenso de la contrarrevolución conservadora abanderada por Thatcher y Reagan en la recta final del Siglo XX y la implantación de las políticas neoliberales en todo el mundo. En aquellos tiempos, la amenaza comunista permitió la domesticación momentánea del capital. Y con esto se produjo el triunfo de la socialdemocracia como bastión de un capitalismo un tanto humanizado.
Hoy la tesitura es otra. Los estados latinoamericano más conservadores, entre los que se cuenta Guatemala, fueron desmantelados y, siguiendo la ortodoxia económica dominante, reducidos a su mínima expresión. Así que, una llamada socialdemocracia en nuestros días se halla ante un entramado institucional no sólo desfinanciado e inclinado a favor del capital, sino plagado de una peste que carcome su débil estructura, encarnado en las redes de corrupción y el crimen organizado.
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En segundo lugar, el tiempo político que condujo en 1944 a la etapa de oro de la democracia en Guatemala no se corresponde con los vaivenes de la efervescencia social que en 2015 llevaron a la renuncia de Pérez Molina. Y es que el emergente movimiento nacional-popular de aquella Primavera se encontraba inscrito en la ola de movimientos sociales que buscaban la transformación social en América Latina a través de una ruptura revolucionaria.
En este sentido, la ruptura, aunque efímera, fue radical. A la caída de Ubico siguió el nombramiento de un triunvirato. Luego, la convocatoria a elecciones y, finalmente, la elección del primer gobierno de la Revolución, al que siguió el segundo. Se trató de un proceso continuo, que solo se vio abortado diez años después con la irrupción de la contrarrevolución.
Por el contrario, el también emergente movimiento social de 2015, ya no tuvo la connotación nacional-popular de los movimientos de la segunda mitad del Siglo XX. Se trató más bien de un movimiento ciudadano de rechazo a las corruptelas escandalosas de las últimas administraciones de corte conservador.
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Los votantes se habían cansado de añorar el caudillo-mesías restaurador, que nunca se manifestó. El clamor ahora era por un verdadero cambio en la conducción del Estado. Los partidos conservadores y depredadores habían quedado en evidencia.
Se recordará que luego de la renuncia de Pérez Molina, la fuerza de este movimiento declinó. Y las fuerzas de derecha se recompusieron, de tal suerte que los dos gobiernos siguientes emularon y superaron la vocación rapaz del Partido Patriota. Así que la fuerza del descontento, encarnado en las manifestaciones ciudadanas de 2015 y 2023 no llevaron a una ruptura revolucionaria, que ya no era dable en este nuevo tiempo político, sino a la elección de Arévalo y el Movimiento Semilla, como una opción de distinto signo, dentro de la amplia oferta de partidos de derecha, en las elecciones de ese año.
En otras palabras, los actores de la Revolución del 44 se hicieron con el poder político y fueron sus fuerzas las que impulsaron las transformaciones sociales acaecidas en esos diez años de gobiernos democráticos. Ahora, en 2024, las protestas ciudadanas delegaron a una fuerza política, que se dice socialdemócrata, la asunción de un Estado que ya no cuenta con las condiciones para emprender transformaciones de fuerte calado, como las que fueron posibles con Arévalo y Árbenz.
Finalmente, a los márgenes políticos reducidos hay que añadir las condiciones de la economía, que ya no responden a una orientación de desarrollo hacia adentro, como lo fue en su época la de los Estados desarrollistas latinoamericanos, sino a un pulso empresarial signado por la globalización económica.
Aun la heterodoxia económica de los gobiernos progresistas experimentó sus límites. Lo que hizo posible ese margen de maniobra a gobiernos como los de Lula, Chávez, Evo Morales o Correa fue el peso que las materias primas tienen en sus respectivas economías. El auge de los precios de estos commodities permitió superar los desastrosos indicadores sociales. Pero esas políticas redistributivas experimentaron un reflujo como resultado del comportamiento de los ciclos económicos y el reemplazo de las élites políticas por las nuevas y viejas derechas.
A partir de 1953 se acentuaron en Guatemala los procesos de desigualdad y exclusión social, que habían sido interrumpidos durante diez años. Para la mayoría de la población significó permanecer en el laberinto de la pobreza crónica. El crecimiento del PIB se consiguió a expensas de las clases trabajadoras.
Según datos del Observatorio Económico Sostenible de la UVG, desde 1945 hasta el presente, con las excepciones de la crisis económica de los ochenta y el impacto de la pandemia en 2020, el crecimiento del PIB ha registrado en promedio 4.42 puntos porcentuales.
Los desastrosos indicadores sociales solo han puesto en evidencia la falacia del mito del efecto derrame. En realidad, hubo una derrama redistributiva de riqueza de las clases populares hacia la minúscula élite de familias de abolengo y de los nuevos ricos. La oligarquía, como ha sido demostrado, ha mantenido cautivo al Estado desde su fundación, moldeándolo a su sabor y antojo, un poder que no se dejaron arrebatar con la Primavera Democrática.
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De regreso al 2024, el gobierno de Bernardo Arévalo no puede ser considerado más que el probable inicio de una restructuración de la institucionalidad estatal para detener la expoliación del erario público y devolver a la gestión pública las atribuciones que le corresponden dentro de una democracia moderna.
Ahora bien, contrarrestar y revertir el momentum secular de los procesos de enriquecimiento-empobrecimiento demanda, además de voluntad política, el diseño de estrategias para diseminar por el tejido social una cultura política de participación.
El Movimiento Semilla en el gobierno requiere no solo tiempo, sino apoyo popular. La clave radica en buscar la transformación del movimiento de descontento ciudadano, mostrado en las protestas de 2015, en el embrión de un movimiento nacional-popular aggiornado. Porque en Guatemala los contrapesos no se pueden dar sólo en la arena política.
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