Dworkin es uno de esos pensadores en quienes la vocación de clásico se evidencia aún en vida; se adivina, en la rápida y continuada difusión de sus ideas, la manifestación del espíritu reflexivo de una época, con sus luces y sombras. De él puede decirse, como de otros pensadores importantes, que no sólo brinda soluciones a problemas fundamentales y de gran envergadura, sino que genera nuevas preguntas, ayudando a profundizar nuestra comprensión, en este caso, del eterno problema de las relaciones entre el derecho, la justicia y la moral.
La relevancia contemporánea de Dworkin se debe, en parte, a que encarna la reorientación moral del pensamiento jurídico anglosajón en un ambiente en el que el constitucionalismo de origen norteamericano despliega su influencia global en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.
En los inicios de su larga carrera, Dworkin se destaca por criticar el influyente positivismo de Herbert Lionel Adolphus Hart (1907-1992) quien concebía al derecho como una práctica social estructurada como un sistema de reglas que, a diferentes niveles, explican la aceptación, el cambio y la adjudicación en el campo jurídico. Dworkin critica a Hart por ignorar el papel que juegan los principios morales en el derecho, una función que se evidencia cuando se presentan “casos difíciles”.
Para Dworkin, el derecho constituye una actividad interpretativa en el que las consideraciones evaluativas juegan un papel relevante; practicar el derecho supone una concepción integral de las prácticas jurídicas en las que éstas deben expresar, en su mejor perspectiva, los principios morales y políticos asumidos por una sociedad determinada.
Uno puede diferir del paradigma liberal que desarrolló Dworkin, pero no puede dejar de tomar en cuenta su propuesta de que los derechos sean tomados con la debida seriedad, aun cuando esta tesis se vea debilitada, en mi opinión, por una distinción entre directrices y derechos individuales, que presenta problemas en la medida en que privilegia al individuo sobre la comunidad. Esta sombra, sin embargo, nos anima a buscar puntos de referencia para ensayar nuevos derroteros, especialmente en contextos que no comparten, de manera orgánica, la tradición constitucionalista de los EE.UU.
Para decirlo en los términos de Dworkin, los derechos sociales y colectivos también deben ser “tomados en serio”. El mismo énfasis dworkiano en que los seres humanos deben ser tratados con igual consideración y respeto podría ser un parámetro para pensar tales derechos.
En todo caso, la impronta de Dworkin se hace evidente en aquellas corrientes contemporáneas que quieren enfatizar el verdadero significado de los derechos humanos —que en cierto modo de hablar, se tornan fundamentales cuando son reconocidos en el ámbito constitucional. En este esfuerzo, como es de esperar, el pensamiento de Dworkin va manifestando su atractivo como un modelo jurídico que promueve una lectura moral de la constitución.
Esto llevó a Dworkin a enfrentarse en el campo doctrinario a las posturas planteadas por la Corte Suprema de Justicia de los EE.UU., en la que se destacan reconocidos juristas conservadores como Clarence Thomas, Antonin Scalia, Samuel Alito y John Roberts. En su debate con el originalismo textualista de Scalia —quien sostiene que la Constitución de los Estados Unidos debe interpretarse en función de lo explícitamente manifestado en el texto mismo—, Dworkin sostiene que los compromisos morales son inescapables y que, por lo tanto, una posición textualista como la de Scalia también adopta compromisos morales que guían su teoría textualista de la lectura constitucional.
En general, el que fuera profesor de jurisprudencia en Oxford cuestiona el carácter regresivo de las decisiones de una Corte que, a su juicio, viola los estándares argumentativos que gobiernan las prácticas del precedente jurídico que han guiado la lectura de tal documento fundacional. Dentro de tales decisiones destaca por su carácter contra-intuitivo el veredicto de Citizens United v. Federal Election Commission (2010), que permite a las corporaciones involucrarse sin límites en campañas directas en televisión y otros medios, bajo el argumento de que los derechos de libre expresión reconocidos en la Primera Enmienda se aplican no sólo a seres humanos sino también a ficciones jurídicas como las corporaciones. Esta postura confirmaría la opinión del jurista canadiense Joel Bakan respecto al carácter psicopático de las corporaciones.
Salvando las distancias, y con la ayuda de un vergonzante mutatis mutandis, lo grotesco de dicha tendencia de interpretación literal de los textos jurídicos se encuentra en esa negativa a reconocer que hubo genocidio en Guatemala, sólo porque las definiciones y los hechos no se ajustan —cosa que no debería extrañar a las personas que piensan con honestidad. Al margen de las evidentes maniobras inicuas, es de notar la manera en que las consustanciales oscuridades de todo texto no pueden constituirse en argumentos para suprimir las esperanzas que supone la vida del derecho, cuando éste se torna en expresión de justicia. ¡Cuánto ganaríamos si nos comprometemos a hacer del derecho una expresión genuina de nuestros compromisos morales más altos!
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